Gloriémonos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo,
y, con el corazón lleno de alegría,
con toda reverencia y gozo espiritual,
celebremos el misterio del Madero.
Nuestro Señor y Salvador, para nuestra salvación,
estuvo colgado en la Cruz y en ella venció al diablo;
en la altitud de esta misma Cruz
pendieron los delitos del primer hombre
y las manos que llevaron a la boca la comida prohibida
fueron atravesadas por la dureza de los clavos.
Por esta Cruz, el apetito de la concupiscencia desordenada,
que suscitó la aparente dulzura del árbol,
fue vencido con la amargura de la hiel,
y el deseo de la gula, al que engañó el atractivo del fruto,
fue refrenado por la aspereza del vinagre.
Por esta Cruz, el veneno que la serpiente
brindó a los primeros hombres,
fue expurgado del pecho de los fieles
por la medicina que brotó del costado de Cristo.
Finalmente, por esta Cruz,
la confesión del nombre de Cristo
restauró sin duda al hombre expulsado del Paraíso
por haber desobedecido al precepto.
R/. Amén.
Con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo,
que vive y reina en la Trinidad, un solo Dios,
por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
II Domingo de Cuaresma
Si el domingo pasado era Noé el personaje del Génesis que experimentaba la benevolencia de Dios y recibía su alianza, en este segundo domingo es Abraham. Cuando el Padre nos hace escuchar su voz en el evangelio: “Tú eres mi Hijo amado”, resuena de fondo como un eco la historia de Abraham con su hijo amado, Isaac, dispuesto a ser entregado. Si a Abraham su obediencia le vale un pacto, a Cristo su obediencia le vale ser hoy transfigurado.
Sí, escucha, cristiano, porque si cumples la voluntad del Padre, si ante el desierto y la prueba perseveras en la voluntad del Padre, serás transfigurado. La Pascua de Cristo te transfigurará a imagen de Cristo.
El mensaje que subyace es claro. Merece la pena volver a mirar a Abraham hoy, dispuesto a sacrificar al heredero de la promesa por hacer la voluntad de Dios. El Padre acepta el sacrificio que no es necesario que llegue a consumar, lo sabemos bien por el canon romano, que nos dice que el Padre aceptó “el sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe”. Nuestra alianza con Dios se establece en un camino de obediencia. La Cuaresma quiere hacernos volver a la obediencia, una obediencia que se manifiesta en el primer mandamiento: el amor a Dios es definitivo para ser ante todos como el Hijo amado.
Dios no está contra nosotros cuando nos pide obediencia, no estaba contra el Hijo. Dios, al contrario, manifiesta su voluntad de salvación cuando respondemos con obediencia. El salmo responsorial se convierte en una promesa y una intención encomiable: “Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”. El motivo del camino vuelve a aparecer, como en el desierto el domingo anterior, pero aquí somos nosotros los que estamos dispuestos a caminar con el Señor.
El camino cuaresmal tiene que conducirnos a la Pascua, a la transfiguración. La obediencia del Hijo nos desata de nuestras cadenas, como dice el salmo, para que podamos ofrecer un sacrificio de alabanza. El sacrificio de alabanza no se realiza por nuestra muerte, como tampoco por la de Isaac, sino por nuestra obediencia, como en el caso de Cristo. El bautismo nos convierte en ministros que pueden presentar ante Dios un sacrificio de alabanza, que pueden entregarle nuestra pequeña obediencia como algo que le agrada. La obediencia se aprende en la austeridad.
Por eso la Cuaresma nos habla de obediencia en este camino: solamente el que es fiel en lo poco está preparado para gestionar lo mucho. La Cuaresma es tiempo para lo que es poco, en ello es más fácil ser obediente, son menos las distracciones, Dios se hace más cercano, su presencia más viva. En la humildad de la muerte Cristo ha mantenido su obediencia, se ha preparado para gozar de las riquezas de la Pascua, advertidas ya en su transfiguración. El hombre tiene que hacer ese mismo camino. Debe gustar cómo, en el austero sacrificio, experimenta el abrazo consolador del Padre. ¿Cómo aceptamos la austeridad y la pobreza? ¿Buscamos en ellas el abrazo protector del Padre, que guarda siempre su alianza? La vida de la Pascua espera, pero la Iglesia quiere prepararnos bien para ella. Sigamos avanzando, aprendiendo que un sacrificio que agrada al Padre, que nos hace ser hijos amados por Él no pasa por los excesos o defectos, sino por la obediencia. Esta llevará a Cristo a la cruz y a nosotros a su Pascua.
III Domingo de Cuaresma
El templo de su cuerpo. Jesús hablaba del templo de su cuerpo, nos dice el evangelio de hoy. El santuario hecho por hombres –dice Marcos, que hoy cede el testigo a Juan- se tiene que venir abajo para que en tres días se levante uno no hecho por hombres. El primer templo, el que Jesús purifica en el evangelio, es testigo de la desobediencia del pueblo a la Ley de Dios, enunciada en la primera lectura. El segundo es la alternativa perfecta, pues manifiesta hasta el último momento la obediencia salvadora.
En el tercer domingo de Cuaresma la Iglesia anuncia el final del Hijo, su sacrificio profetizado. Estas palabras serán empleadas en su juicio en su contra, pero en adelante, su Cuerpo resucitado será el nuevo templo desde el que se celebrará el culto anunciado a la samaritana, “en espíritu y en verdad”.
Pero podemos fijarnos en la enseñanza cuaresmal que nos deja este evangelio: la fe de aquellos que vieron a Jesús purificar el templo. Este signo va a convertirse en prueba segura para los creyentes. Si el domingo pasado la obediencia provocaba el signo, la transfiguración, hoy el signo causa la fe. No se puede avanzar por la Cuaresma sin la fe. El camino por el desierto, entre pobres imágenes y visiones, se ampara en esos pobres signos para creer, y permite que el creyente no se olvide del camino que Jesús le marca, sino que siga avanzando.
El pueblo de Israel será fiel a Dios por el desierto, cumplirá los mandamientos solamente si avanza con fe. En la Cuaresma, el nuevo pueblo de Dios camina hacia la Pascua motivado por la fe en lo poco que ve: le basta para perseverar en la espera de la victoria de Cristo. Solamente la fe puede motivar que, ante un Cristo crucificado, como el que vamos a encontrar al final de este tiempo, el creyente quiera perseverar.
La austeridad, la obediencia, la fe. Así, la Iglesia va entrando en la dinámica pascual. No es una dinámica que nos resulte extraña, ajena: es la que practicamos cada día en la celebración eucarística. Los signos en ella no hacen que nuestra fe se debilite: al contrario, se hace más fuerte. Los signos son pobres, humildes, pero conducen a un misterio mayor.
La primera invitación será entonces a no despreciar lo pequeño al entrar en la celebración, pues tiene la misión de conducirnos a Cristo glorioso, templo nuevo, más grande, invisible. Israel avanzaba en la visión con poco que ver, el signo del maná, los pájaros que les alimentan, las columnas de fuego y nube, eran una invitación a creer, a caminar. ¿Me ayuda a creer lo que veo en la celebración de la Iglesia? ¿Hago la experiencia de buscar el Cuerpo de Cristo, de entrar confiado en él?
Hemos entrado en la segunda parte de la Cuaresma y la enseñanza se vuelve más intensa: sin la fe no podremos afrontar a un maestro que va a caer abajo cual templo arrasado, y nos precipitaremos a la desesperación antes de tiempo, antes de la Pascua. Sólo una intensa fe cuaresmal prepara a una feliz pascua. Solamente podremos, entonces, pedir al Señor en estos días que nos aumente la fe, pues la apariencia de debilidad del Maestro oculta una fuerza sólo a la vista de los corazones creyentes.
IV Domingo de Cuaresma
La imagen de la serpiente elevada en el estandarte de Moisés para curar a los que eran picados por la serpiente por causa de su incredulidad acerca a la segunda mitad de la Cuaresma la imagen de Cristo elevado en el estandarte de la cruz para curar a los que, heridos de muerte por el pecado, lo contemplen con fe.
La Iglesia abre esta segunda mitad de la Cuaresma con una preciosa reflexión evangélica: el hombre puede renovarse, participar en la regeneración que Dios quiere para él, si cree en el Hijo del Hombre, muerto y exaltado. La Iglesia nos propone contemplar el plan de amor de Dios por nosotros, que se realiza en la cruz y se acepta por la fe: no somos ingenuos, recordamos las palabras del evangelista Juan, que advierte que cuando vino la luz, los hombres prefirieron las tinieblas. La renovación pascual no es algo mecánico, que viene y ya está: más bien al contrario, conlleva la aceptación del hombre de su propuesta, pues aunque Cristo vino para dar la vida, esta tiene que ser acogida. De lo contrario, dice el evangelio, lo que ha venido Cristo a traer es el juicio. La fe con la que se mire la cruz se manifiesta en que el creyente realiza la verdad, en que obra fielmente, según Cristo y lo que Él nos ha revelado.
Que podamos renacer sacramentalmente de las aguas de la fuente bautismal en la noche pascual tiene un proceso de preparación en esa acogida del misterio del amor del Padre por nosotros, que nos ha entregado a su Hijo. Por eso, la palabra proclamada hoy nos advierte: se avecina un drama de dimensiones cósmicas, un drama porque el Hijo del Hombre será entregado.
Y ante esa imagen, ¿tú que posición tomas? ¿Crees? El domingo pasado las lecturas nos presentaban la Cuaresma como un camino de fe, y hoy, ante el misterio de la entrega del Hijo, ese camino se endurece y la respuesta ya no puede esperar, es inevitable. No es una respuesta fácil: el libro de las Crónicas nos recuerda que todos despreciaban a los enviados de Dios, se burlaban de los profetas; preferían las tinieblas.
Es, entonces, impresionante, cuando aparece la figura de Ciro: a pesar de la falta de fe de los hombres, Dios va a proponer un camino de vuelta a casa. La expiación, el sufrimiento, la toma de conciencia que manifiesta el salmo de hoy, son actitudes necesarias en este momento. Sí, nos hemos alejado de ti, Señor, nuestra Cuaresma es necesaria, como el tiempo de destierro para Israel, pero Tú has sacado un libertador de manera insospechada para mostrarnos tu amor. Este no es Moisés, uno de tu pueblo, es Ciro, un pagano. Uno y otro se verán superados por la entrega del Hijo. Siguiendo a Pablo, “la prueba de que Dios nos ama es que estando nosotros muertos por el pecado, nos ha hecho vivir por Cristo”.
La Iglesia descubre entonces un camino de fe que está por encima de pueblos o naciones, que quiere reunir a todos los hijos de Dios dispersos en la noche de Pascua, un camino que nos propone cada domingo: El encuentro de los creyentes, de los que han aceptado la verdad de Jesucristo y la celebran. Dios tira de nosotros hacia sí con lazos de amor, de misericordia, y nos pide avanzar confiados por este camino.
Por eso, si el camino de la larga Cuaresma nos agota, no dejemos de levantar la mirada: Dios sigue ofreciendo su salvación de forma insospechada, allí donde estemos y como nos encontremos.
V Domingo de Cuaresma
Ha llegado la hora. La Cuaresma avanza de forma irremediable hacia su gran acontecimiento, anunciado ya en las tentaciones del primer domingo: el grano muere y da fruto. La obediencia producirá un fruto abundante, la salvación eterna, en una alianza definitiva.
Para el evangelista Juan, la semilla es el mismo Cristo, que a través de su muerte va a obtener la gracia eterna para todos. No busca Juan ofrecer una mirada antropológica, una actitud humana buena en la humillación y obediencia, sino una mirada teológica, cristológica: el grano que cae es Cristo que muere y es sepultado. Su servicio tampoco es una actitud universal buena, que hay que aprender: su servicio es obtener salvación y vida eterna. Aquí no se trata de hacer por hacer, sino de abajarse para salvar, de morir para dar vida.
Juan plantea el itinerario que los discípulos han conocido de Cristo desde el principio, un itinerario que el cristiano escucha y recibe desde su propio principio, en el bautismo: el paso por la muerte para la resurrección es completamente normal para el cristiano, tanto como el paso por la tentación para la victoria, con el que se abrían los días cuaresmales.
Querer ver a Jesús, pero verlo bien, no de una manera curiosa sino convencida, es reconocer en Él al que muere, resucita y es glorificado. Es aceptar seguir el mismo camino. Por eso, la hora de Jesús está unida a su gloria, “ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Sí, la Cuaresma ha sido larga, pero ha llegado la hora. Es el tiempo de la pasión que se acerca, de cubrir cruces, de preparar el corazón para aceptar ese camino.
Sutilmente, la Cuaresma se ha convertido en un camino en el que experimentamos una comunión con el Señor. Tu destino y el mío. Esto no es algo anecdótico o folclórico, se trata de tu vida y de la mía con ella. Por eso vuelve a aparecer aquí el tema de la obediencia del Hijo. La obediencia del Hijo se transforma en la obediencia de quien va con Él. La carta a los Hebreos nos recuerda hasta dónde llega esa obediencia: no es una experiencia cómoda, agradable, produce “gritos y lágrimas”.Verdaderamente hace caer el grano de trigo. Sólo así dará vida.
La obediencia de Jesús no es una impostura, la obediencia del cristiano tampoco. No es una pose humana, es una forma de vida. Si Cristo hace ese camino de perfeccionamiento, de crecimiento en cuanto a que según se va acercando la hora también Él va aceptando el destino que le espera, también así es necesario hacer nosotros. No podemos quedarnos atrás de lo que Dios nos pide. Quien se queda atrás acoge las lágrimas para ver lo que pierde. Quien sigue a Cristo acoge las lágrimas para ver lo que gana.
Por eso la obediencia será una actitud pascual, produce “fruto abundante”. No podemos olvidar que la Iglesia nos introduce en este misterio de obediencia pascual cada día en la celebración de la Iglesia: no es nuestra, no la formamos, no la decidimos, sino que la acogemos, la queremos, nos da la gracia de la salvación.
Aquí el misterio pascual se realiza en nosotros de forma clara, somos enterrados para ser resucitados, pero para eso necesitamos un corazón puro, decía el salmo. Con un corazón puro podemos acercarnos a la Semana Santa. Con un corazón limpio veremos a Dios en el camino de la cruz. Con un corazón puro viviremos no por encima del mundo, pero sí elevados con Dios, como fruto abundante.
VI Domingo de Cuaresma. Domingo de Ramos.
El deseo de la Iglesia de imitar procesionalmente la entrada de Jesús en Jerusalén antes de su pasión nos advierte de cómo la Esposa ha captado con profundidad lo que sucedió en aquella primavera en la que Jesús y los suyos entraban en la ciudad santa por las fiestas pascuales. Sin duda, la Iglesia ha captado la necesidad de que el Esposo no avance solo hacia el patíbulo: ella quiere acompañarlo, quiere compartir con Él el trago amargo del sacrificio. ¿Cómo entender, si no, la belleza de la invitación de la Iglesia a que en nuestras comunidades y parroquias imitemos litúrgicamente lo que el Señor hizo? Esto es tan cierto que la lectura de Pablo a los filipenses lo reafirma: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. En estos días, Cristo no está solo, Cristo es la cabeza que avanza con su cuerpo. Su padecimiento es para la salvación del mundo, por eso la Iglesia no puede abandonarlo, no puede celebrar sin más, sin moverse del templo, sin repetir con devoción el camino del Señor. Así confiesa además algo que ha aprendido desde muy antiguo: el Señor, el Rey de Israel, el Hijo de David, va a obtener por la cruz su triunfo.
La subida de la Iglesia a la ciudad santa es un anuncio del triunfo definitivo que se realizará por su muerte salvadora en la cruz. Aquel camino de alabanzas y honores, de vítores y festejos, se dirige hacia la muerte del hombre, y esta hacia la muerte de la muerte, y por esta a la gloria eterna. Es por esto que la Iglesia quiere estar preparada con esta procesión para celebrar estos misterios en los que se juega la eternidad. El elemento central de la procesión es el borrico en el que avanza Cristo: sólo un rey podía entrar así en la ciudad. Ya hacía años, también en un borrico, Cristo había entrado en Egipto, lugar de la muerte en la tradición de Israel y del Antiguo Testamento, para anunciar lo que se anuncia hoy, lo que se celebra en esta semana. La llave que abre las puertas de la eternidad, del paraíso, que fueron cerradas tras el pecado de Adán, es la obediencia de Cristo. Esta obediencia se manifiesta hoy en la docilidad con la que Jesús acepta este destino macabro entre alabanzas y aclamaciones. Pero no va solo, por eso canta la Iglesia las palabras del Señor en la cruz: ella está unida a Él, ora como Él, y experimenta esa unidad para que no quede duda acerca de nuestras intenciones en esta semana. Con el relato de la pasión según san Marcos que hoy se proclama en el evangelio, la Iglesia realiza un pregón de estas grandes fiestas donde Cristo y la Iglesia van a entrar en la gloria del Padre, gloria que perdimos con nuestro primer padre, Adán. Es cierto que esto no es extraño para nosotros: cada día, esta subida al monte de la gloria se realiza en la celebración sacramental, en la eucaristía. Si en esta semana el ritmo del año litúrgico nos introduce en el mismo acontecimiento histórico de la Pascua, en cada celebración la Iglesia trae la salvación que Cristo obtuvo para nosotros por el Espíritu Santo. Así, la subida a Jerusalén terrestre se convierte en un anuncio de la subida a la Jerusalén celeste.
Por eso, conviene que, en domingo de ramos, nos hagamos las preguntas importantes y concretas: ¿Dónde voy a celebrar la semana santa? ¿Tengo los horarios de las celebraciones litúrgicas, para ordenar el resto del tiempo en función de las mismas? ¿Estoy disponible para colaborar en mi parroquia, teniendo en cuenta la cantidad de preparativos que esta semana requiere? ¿He buscado algún tiempo diario para la oración, algún libro con el que preparar las celebraciones espiritualmente? ¿He confesado sacramentalmente para experimentar esa unión con Cristo que nos ofrece la Iglesia con esta semana? Vivamos intensamente los misterios de nuestra salvación, signo del amor de Dios por nosotros y modelo de la entrega del cristiano cada día en el mundo.