En la antigua tradición cristiana, el Domingo de Ramos era una gran fiesta en honor de Cristo Rey. Las palmas, los mantos por el camino, el borrico, los cantos de Hosanna, eran signos que identificaban, según los profetas, la llegada de un gran Rey Mesías. A todo eso se sumaba algo fundamental: el cuándo y el dónde. Donde llegaba el Rey era a la ciudad de Dios, a Jerusalén, y llegaba a ella para celebrar la Pascua de su pueblo, la memoria del paso salvador de Dios para liberar a Israel de la esclavitud en Egipto.
Sin embargo, todos los elementos festivos que han adornado el comienzo de nuestra celebración, todos estos, se han ido oscureciendo y se han convertido en una inesperada tormenta en mitad del campo a partir de que ha comenzado la liturgia de la Palabra: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes”, así decía Isaías. El salmo insistía en el dolor y el daño: “Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos”. San Pablo resumía todo esto de forma preciosa: “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”.
Una de dos, o el reinado de la procesión ha quedado en nada, se ha evaporado, o el reinado se va a ejercer de forma misteriosa: sí, se va a ejercer de forma insospechada. La victoria de Cristo no depende de grupos de poder, ni de gente influyente, ni de golpes de suerte, Cristo vence con armas insospechadas, la debilidad, la mansedumbre, la humildad. Porque la victoria de Cristo no es para este mundo, no busca el poder de este mundo tanto como instaurar el Reino de Dios.
San Marcos destaca en el relato de la Pasión que hemos escuchado, que Jesús, cuando es puesto a prueba, callaba. Reina en el silencio. Ante las autoridades judías, ante las romanas, y ante los malhechores con los que lo crucificaron. No hace un signo, que tantas veces le pidieron, no advierte de su poder, no reclama un derecho. Jesús tiene una mirada larga, y una profunda comunión con el Padre.
Por eso, los ramos con los que festejamos, ciertamente, la victoria de Cristo, no tienen más poder en este mundo que recordarnos el camino elegido por Cristo para salvarnos. Sin más. No hay magia, ni superstición, los ramos no son una antena que capta buenas vibraciones: son un recuerdo de que Cristo será vencedor y rey cuando sea pisado, destrozado, como las olivas para hacer aceite. Para recordar eso los guardamos en casa.
Pero san Pablo nos advertía de que no solamente sucede así con Jesús en la Semana Santa, sucede así en toda su vida. Es un camino de abajamiento constante, es un camino para aprender nosotros, que tendemos a venirnos arriba, a exigir, a reclamar, a creernos más fuertes por hablar más alto o más seguido. Esta va a otro ritmo, va de otra cosa. Quien más se abaja es quien más refleja y contiene la victoria de Cristo. En mi casa, con mi familia, en mi tiempo de ocio, con lo que tengo. El grano de trigo sólo sirve si cae en tierra y muere, esa es la vida cristiana. ¿Qué tengo que aprender en estos días santos? ¿Cómo los voy a vivir?
Aprendamos a reinar con Cristo, reinando como Cristo, que deja la forma de ser fuertes de los hombres en el mayor de los ridículos, en la mayor de las vanidades siendo rey en la cruz.