Ascensión del Señor

13 de mayo de 2024

Ascensión del Señor

Ascensión del Señor

Si alguien no creyente entrara con nosotros a misa un día y escuchara que con unas palabras que decimos y con un gesto con las manos que hacemos, el pan y el vino los convertimos en otra cosa, en Cuerpo y Sangre de Cristo, fácilmente podría pensar que hemos hecho algún truco mágico o, más fácilmente, que se trata de una forma de hablar, de un engaño, porque no ha captado ninguna diferencia entre lo que veía y lo que ve. ¿Sabemos diferenciar la liturgia de la magia?

¿En qué consiste la celebración de la Iglesia? ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué hay de real y qué de ficción? ¿Es una superstición que sólo se supera siendo más inteligentes, leyendo más, renunciando a pensar en misa?

La solemnidad de la Ascensión que hoy celebramos es el fundamento de la diferencia entre la magia y la liturgia. Con su Ascensión al cielo, es decir, a la derecha del Padre, Jesús avisa a los discípulos de que se ha acabado el tiempo de verlo como hombre, de tratarlo como hombre, y ha comenzado el tiempo de reconocerlo como “Señor y Mesías”.

Ya no nos encontramos con Jesús como aquellos pescadores, ahora nos lo encontramos por medio de signos y palabras. Con su Ascensión al cielo comienza el tiempo de la liturgia; hasta entonces no habían existido ni la liturgia ni los sacramentos, cuando Cristo sube al cielo para enviar su Espíritu Santo, comienza un tiempo en el que vivimos por la fe.

¿Vivir por la fe significa entrar en misa para no pensar? Justo es todo lo contrario. Para venir a misa tenemos que poner toda nuestra inteligencia en práctica para comprender que, tras cada palabra y cada signo, se encuentra Jesús. Para comprender cómo nos relacionamos con Jesús después de su ascensión no se puede dejar de lado nuestra capacidad de razonar, no basta con los sentidos, ni con el corazón, necesitamos aprender a traducir lo que sí sucede, o parecerá que hacemos una especie de rito social, supersticioso, vacío e inculto.

La liturgia sería magia si la hiciera solo el sacerdote, como una actuación, o el sacerdote con los fieles, un gran espectáculo, novedoso, divertido, gracioso. Pero no, la liturgia es misterio porque Cristo está presente en ella, pero por signos y palabras. Y ahí tiene sentido la fiesta de hoy: en su Ascensión, Cristo ha subido a la derecha del Padre para, desde allí, hacerse presente aquí enviando su Espíritu Santo, y hacer así que aquí todo sea real: Cristo, decía el evangelio, a la derecha de Dios, “cooperaba confirmando la palabra con las señales que lo acompañaban”.

Así, por su Ascensión, el cielo y la tierra se comunican. Las palabras del Señor en el evangelio nos dan la seguridad de la presencia de Cristo allí y aquí: “El Señor esté con vosotros”, repetimos una y otra vez, con lo que la cuestión es: ¿qué hacemos aquí? Nos unimos en la tierra a la alabanza que se está realizando en el cielo.

Como la Ascensión para los discípulos, la misa es el principio de una vida de evangelización, de santidad, de hacer las cosas con Dios, pero sobre todo para una vida eterna. San Pablo lo decía en la segunda lectura: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama”.

Todo eso se nos desvela en la Ascensión del Señor. Por eso, la misa no tiene que divertirme, ni que sorprenderme, ni que decirme algo que no sé o que responder a lo que me inquieta: nos tiene que servir para crecer cada día en la conciencia de lo que Dios nos da y de lo que nos espera en el cielo, para acoger que nos transforme en santos y para animarnos a querer vivir como tales. ¿Con qué objetivos vengo a misa?

La liturgia nos da la certeza de que el Señor se hace presente en la historia hoy, de que la historia de Cristo no es algo que se guarda como un recuerdo en nuestro corazón, sino que estamos ante un misterio: Jesús está junto al Padre, pero como para ir allí ha pasado por hacerse hombre, en misa nos atrae hacia sí, para que queramos estar con Él, plenamente, y para que aquí vivamos en su voluntad, con Él, santamente.

La celebración de la Iglesia no va de gestos emotivos que nos toquen el corazón, ni de cosas diferentes, bonitas, impactantes. Eso es lo que Jesús enseña a los discípulos, que no va de eso. Va de asomarnos, humildemente, al cielo, va de llenarnos de lo que vemos allí para poder afrontar mejor lo que vemos aquí. Y si no venimos con ganas de traducir, de usar la inteligencia, nos conformaremos con creer que aquí se hace magia o que cumplimos: ¿cumplimos con el Dios eterno viniendo media hora? Y nada de eso: aquí se nos confirma que el Dios que se fue se queda con nosotros para prepararnos para el cielo.

¿Pongo lo mejor de mí cuando vengo a misa? ¿Qué me queda de la misa el resto del día? Que el Señor nos ayude a ver bien lo que hacemos aquí, para que no nos quedemos como aquellos galileos, mirando al cielo, sin saber bien qué miramos, sino que descubramos a Dios que, desde el cielo, nos llama a vivir en santidad todos los días, ofreciendo a otros el Evangelio.