Durante varias semanas, la Conferencia Episcopal Española ha tenido a unos ciudadanos reacios a ayudar a la Iglesia en sus necesidades recorriendo distintos lugares en autobús enseñándoles la inmensa obra que la Iglesia lleva a cabo hasta que ha convencido a algunos de ellos del bien tan variado y extenso que desarrolla, merecedor de todo auxilio económico, más allá de religiones o pensamientos. Pues la acción más preciosa que realiza la Iglesia, la hayan visto o no estos testigos, es bautizar.
Siguiendo el mandato directamente recibido del Señor Jesús, el bautismo nos da una casa muy especial, un pueblo, una patria, una familia, no sólo un lugar, sino una forma de ser. Por el bautismo, yo no soy yo, soy Dios y nosotros. Soy una familia, una comunidad, una eternidad. En el bautismo, el hombre alcanza y supera todo lo que por sí mismo nunca, nunca, va a poder ser. Ser uno con Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo, y por lo tanto, uno también con todos los que son uno con Dios.
Por eso, cuando Cristo manda a los suyos bautizar, les está pidiendo que la comunión que Él ha establecido con ellos, que esa convivencia que le ha llevado a decir a Dios: “ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos”, se prolongue en toda la humanidad; que cualquiera pueda ser uno con Dios, pueda formar parte de esa comunidad humana y divina, temporal y eterna a la vez.
Los otros sacramentos profundizan en ese misterio de comunión de Dios y de los hombres, pero el bautismo realiza en nosotros una transformación fundamental, ya no estamos solos y ya no desapareceremos para siempre: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Negar a un niño a Dios y la eternidad en el bautismo pensando en que tenga libertad luego para rechazarla es hasta cruel, porque Dios quiere que cojamos su eternidad y la exprimamos, la aprovechemos, la hagamos nuestra con los sacramentos, y así haya en nosotros una presencia suya permanente, eficaz, diferente.
Una presencia activa, porque Dios no está en nosotros por el bautismo “a verlas venir”, está para realizar un proceso que los orientales llaman “divinización”. No nos hace divinos la fama, ni los seguidores, ni el éxito: ¿recuerdan el domingo pasado? “Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos”. Es Dios quien nos santifica por el Espíritu Santo y nos sitúa en una comunidad cristiana, la Iglesia, que refleja humildemente en su amor el amor que hay en la Trinidad. Aquí somos todos diferentes, y justo por eso podemos vivir en unidad: “que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno”.
La Trinidad no son tres personas igualitas, es igualito en ellos que son Dios, pero cada uno con distinta misión y distinta relación con los otros. Así sucede en la Iglesia, donde nosotros tenemos también un elemento común que nos une, somos una humanidad divinizada por el Espíritu de Dios en el bautismo, y en esa unidad cada uno de nosotros realiza una misión y tiene una relación diferente con los otros. La Iglesia no nos quiere a todos idénticos, fotocopias unos de otros, nos quiere diferentes y unidos, que es algo mucho más rico y refleja mejor lo que es Dios.
¿Acepto que el bautismo me ha introducido en la comunidad de los redimidos, de aquellos que, como decía Moisés en la primera lectura, han sido rescatados por Dios, de tanto que se ha acercado a nosotros, o como decía el salmo, “el pueblo que Dios se escogió como heredad”? ¿Cómo vivo en la Iglesia, en mi comunidad de fe, ese ser reflejo del amor y de la unión de la Trinidad? ¿Busco crecer en el don del bautismo, en la Iglesia y la eternidad, o yo “vengo a misa”?
Si vivir en la Iglesia no busca reflejar la unidad de la Trinidad, ¿qué atractivo tiene vivir en la Iglesia? En la Trinidad se dan alteridad, diálogo y comunión, y esa hace de la Trinidad alguien tan hospitalaria que da pie a que nosotros entremos en ella para siempre por el bautismo: ¿puedo yo decir que en mi vida de Iglesia hay alteridad, diálogo y comunión? Así se manifiesta que acogemos al que viene como Dios nos ha acogido a nosotros. Y así se ve en la Iglesia que la Santísima Trinidad no es un Dios de piedra, algo estático y sin fuerza, o un concepto vacío, sino un Dios vivo, “el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra”, en la experiencia de comunidad de sus hijos, de su familia, de los cristianos.
Nuestra vida consiste, entonces, en aprender a vivir como comunión trinitaria en el mundo, con Dios y con los hombres. San Ireneo de Lyon decía que “Dios se encarna para habituarse al hombre y que el hombre se habitúe a Dios”. Habituarse no es acomodarse, no es dejarse llevar, es entrar en esa forma de relacionarnos con Dios tan bella y difícil que es la Iglesia, mi grupo, mi parroquia, mi comunidad, donde Dios nos transforma, nos da su forma, nos modela no a una persona concreta sino a Él mismo.
Un día alguien decidió que nosotros entráramos en la Trinidad, que formáramos parte de una familia con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: bendigamos a Dios por esas personas que nos mostraron la puerta del cielo y que nos ofrecieron el reflejo en la familia de la tierra de la familia del cielo.