Corpus Christi

9 de junio de 2024

Corpus Christi

Corpus Christi

Durante mucho tiempo, la fiesta de hoy se llamó del Corpus Christi, incluso popularmente aún se la conoce así en muchos sitios: “el Corpus”, fiesta del Cuerpo de Cristo, para reflexionar sobre el misterio de la eucaristía. Con la reforma del Vaticano II, se recupera el nombre completo, para no perder de vista que el Cuerpo de Cristo va siempre unido a la Sangre de Cristo. Tanto es así, que, incluso aunque comulguemos solamente bajo una de las especies, bajo la forma del pan, lo que recibimos en ella es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así lo enseñó Tomás de Aquino.

Es más, las lecturas de hoy nos hablan sobre todo de la sangre, la sangre y la alianza, la alianza y la sangre… desde antiguo y en culturas varias, la sangre sella un pacto, una alianza, le da garantía, simboliza eternidad; romper un pacto hecho con sangre es perder la vida, porque, para los antiguos, en la sangre se encuentra la sede de la vida. Cuando la sangre se pierde, la vida se va. Cuando la sangre se da, se da la vida.

En el evangelio de hoy, Cristo explica a sus discípulos que Él va a añadir a la sangre, a la suya propia, una característica nueva: vida, pero vida eterna. El pueblo de Israel recibió vida de Dios porque había sellado un pacto con Él, lo hemos escuchado en la primera lectura, pero esa alianza con sangre era rota constantemente por la debilidad de su pueblo: necesitaba ser completada, ser mejorada.

Aquella alianza, aquel rito ha alcanzado la plenitud en Jesucristo: nosotros creemos que todo lo de Israel era como una catequesis, una preparación para que pudiéramos reconocer en Jesús que él es el sumo sacerdote del Nuevo Testamento, a la vez cordero inmaculado, que ha derramado su propia sangre una vez para siempre por la salvación de su pueblo, haciendo alianza por el perdón de nuestros pecados, porque en su sangre no solamente había, como en toda sangre, vida, sino que en su sangre, por ser Dios, había vida eterna.

Él nos ha salvado de una vez para siempre, decía la carta a los Hebreos, y por eso su alianza es ahora nueva y eterna: nosotros, entonces, celebramos y comulgamos cada año, cada semana, cada día, no para obtener el perdón, sino para, renovando el pacto, apropiarnos de Él para toda la vida. Y toda la vida no significa los domingos de toda nuestra vida, significa también en todo lo que vivimos, deseamos, y hacemos cada día, mientras la sangre circula por nuestras venas.

Por eso, aunque nos parezca que estas lecturas no tienen nada que ver con nuestra vida, nada que ver con nuestros problemas, con nuestras preocupaciones o con nuestras decisiones, en realidad sucede todo lo contrario: se nos da a comulgar el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, en la celebración de la Iglesia, para que después, en la celebración de la vida, ese cuerpo y sangre circulen por nuestras venas, haciendo de nosotros el sacramento que haga visible a Dios.

Por eso, la sangre de Cristo habla de cómo vivimos, de nuestra prioridad, que es ser lo que somos; decía, para referirse a la eucaristía, san Agustín: “Sed lo que veis, y recibid lo que sois”. Recibimos eucaristía para ser eucaristía. Y eso habla de nuestra vida, habla de nuestras relaciones, elecciones, palabras, que tienen que mostrar que Cristo está en nosotros.

La eucaristía no es magia: no la comemos y ya todo nos va a ir bien, la eucaristía no es un cumplimiento particular, como y ya me puedo ir tranquilo. Así no sirve para nada. Sólo frustra porque no funciona. Es un pacto con Cristo, pero un pacto que Dios hace con un pueblo. La eucaristía no es algo a vivir yo en mí mismo, a mi manera, en mi tiempo, a mi gusto: nos conecta con la Iglesia, nos compromete con la Iglesia, a vivir y trabajar juntos para que la fuerza recibida alcance al mundo, lo cambie desde lo más interior de nosotros mismos.

Tenemos la tentación de pensar muchas veces que con estar aquí, que con estar a nuestras cosas, que con llegar a algo de la misa y acercarnos a comulgar ya somos fuertes, ya todo está bien: comer la eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo, conlleva vivir el amor de Dios no cuando me apetece o cuando se trata de mi familia, sino siempre; acercarse al altar y decir “amén” es convertirnos en lo que recibimos, un pueblo, un Cuerpo, dispuestos a apostar por la justicia, por la verdad, por la generosidad, por la honradez, por la atención a los débiles, por la negación de uno mismo para bien de otros… pues todo eso ha hecho Cristo por nosotros.

Celebrar y comer la eucaristía no es un acto devocional, es un compromiso oficial; no es un acto intimista, es una acción comunitaria; no es un capricho, es un vínculo con Cristo y con la Iglesia. Eso es una alianza. Una alianza eterna, para siempre: toda mi vida tiene que ver con la eucaristía, toda mi vida tiene que ver con este pueblo. ¿Vivo mi fe en relación con mi vida? ¿Soy coherente con lo que comulgo, quiero que mi fe llegue a todo cuanto hago y pienso? ¿Y eso cómo afecta a mi vida y compromiso con la Iglesia y el mundo?

Ojalá que nuestro mundo lo empecemos a cambiar desde la responsabilidad eucarística, pues esta es nuestra incomparable fuerza: “Sed lo que veis, y recibid lo que sois”.