Las lecturas que acabamos de escuchar nos presentan una imagen que define bien la enseñanza de hoy: un cedro magnífico. Así decía el profeta Ezequiel. Y el salmo repetía: “Se alzará como un cedro del Líbano”. El Reino de Dios es como un magnífico cedro: “Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus ramas”.
El Reino de Dios, que comienza siendo como una mínima semilla, casi imperceptible en la palma de la mano, se convierte en un árbol frondoso, casi como aquellos enormes cedros del Líbano, anchos, tupidos, capaces de acoger y de esconder una cantidad inmensa de pájaros.
Y ¿qué se nos pide para ser acogidos en este Reino? ¿cómo hacer para anidar? Pues solamente se nos pide la fe. Sencillamente, creer. Así decía Ezequiel: “Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor”. Creer en Jesucristo como el salvador, como el que nos da la vida eterna, nos concede alojamiento en el Reino de Dios.
Aquí se manifiesta claramente el contraste que hay entre los reinos de la tierra y el Reino de Dios que viene del cielo: por la fe, al entrar en el Reino de Dios, no tenemos que estrecharnos un poco más cada vez; que alguien entre en el Reino no hace que “toquemos a menos”. En el Reino de Dios cuantos más somos, más crece el árbol, más cobijo y alimento encontramos en él para todos y cada uno de los creyentes en Cristo.
Así, se dilata el Reino si nosotros anunciamos el Reino. Crece, si nosotros hacemos que otros crean, o si nuestra fe crece. Aquí, que haya otros no nos debilita, no nos hace dudar si cabremos: cuantos más seamos, más seguro es que cabemos. Suena paradójico, pero es así. ¿Quiero asegurarme tener un sitio en el Reino de los cielos? Tengo que anunciar el evangelio. Por el contrario, ¿me acomodo en mi fe, ni la hago crecer ni la anuncio a otros? Ni ellos encontrarán su sitio, ni lo encontraré yo tampoco.
Entonces, si nos preocupa qué será de nosotros mañana, dónde viviremos, si habrá un sitio para nosotros en el cielo, lo primero que nos tiene que preocupar es anunciar nuestra fe. Hablar de nuestra fe, invitar a muchos a que vengan al Reino.
Al Reino de Dios queremos ir como inmigrantes, pues no es nuestro, es de otros, es el Reino de la Trinidad santa, pero al ir allí, lo agrandamos, ensanchamos sus fronteras, para que otros puedan cobijarse en él como hacemos nosotros. A mayor crecimiento por nuestra parte, mayores son sus ramas para que otros puedan cobijarse en ellas, más oportunidades de que nuestra vida sea esas ramas extendidas y frondosas donde otros vivan también.
Este testimonio, esta vivencia de la fe, es sin duda el mejor síntoma de que hemos comprendido cual es el don que hemos recibido, cual la dinámica propia del Reino de Dios, y de que estamos buscando crecer. Porque el don que no se hace crecer, se termina perdiendo.
Advertía el profeta Ezequiel, después de anunciar el don del Reino: yo “humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y florecer el árbol seco”. Aquel que, de forma imprudente, después de anidar en el árbol se confía, se acomoda, considera que no tiene nada que hacer porque ya tiene su chiringuito, donde todo es exigir, lo perderá todo. Sólo quien, humildemente, se ponga al servicio de los hermanos, preparando el árbol frondoso para que otros vengan a anidar en él, ampliará su felicidad, su casa, el Reino de Dios.
Y es que esta es la realidad de la vida de fe, que “todo es don”, que dice san Pablo. Como consecuencia, que todo es una preciosa tarea, la de crecer cada día en la fe para que otros puedan anidar en ella. ¿Quiero que crean mis amigos, mis compañeros de trabajo, mis hijos o padres? Tengo que crecer en santidad, en la vida de la Iglesia, en una disponibilidad abnegada.
La imprudencia de acomodarnos nos lleva a creer que es nuestro lo que no es, que son derechos lo que son dones, y a comportarnos como las monjas frikis de Belorado, vamos hacia el desastre de forma imparable, porque siempre habrá quien nos ayude a creer que el árbol es nuestro, que el precioso cedro del Líbano lo hemos hecho con nuestras manos y es para nuestro intocable uso.
Nuestra disposición de santificarnos beneficia, santifica al resto, y se concreta en la vida de la Iglesia. ¿Cuál es mi implicación en la asociación a la que pertenezco, en mi movimiento? ¿Cómo colaboro en la parroquia que me acoge? ¿Tengo un grupo de vida en el que crezco en la fe y facilito que otros crean por mí?
El ejemplo del árbol, incluso el del grano de mostaza, dejan una consecuencia más: no existe la fe de mantenimiento, de velocidad de crucero. Estamos en el Reino para evangelizar y mejorarlo. ¿Cuál es mi actitud en la Iglesia? ¿Miro hacia el bien de otros cuando se trata de mi relación con Dios? ¿Me planteo dónde crecer y hacer crecer la fe recibida en los sacramentos?
Que Dios nos dé luz para descubrir el árbol que crece y para desear aportar lo mejor que tenemos, lo que hemos recibido gratis de Dios.