Domingo XIV Tiempo Ordinario

7 de julio de 2024

Domingo XIV Tiempo Ordinario

Domingo XIV Tiempo Ordinario

El cardenal John Henry Newman mandó que, a su muerte, fuera grabada en su tumba, en Birmingham, la siguiente expresión: “Desde las sombras y las apariencias, a la verdad”. Así resumía lo que había sido su vida, un camino desde lo que él creía que era la fe pero eran sombras que fueron iluminándose, con la enseñanza de los padres de la Iglesia y los sacramentos, hasta descubrir la verdad de Jesucristo en la Iglesia Católica.

Fue un camino parecido a lo que las lecturas de los evangelios nos van proponiendo en estas semanas, con estos personajes que encontramos, a saber: ¿cómo es posible que los de fuera, aquellos pescadores, Jairo y la hemorroísa, pudieran reconocer en Jesús al Hijo de Dios, y que aquellos de más cerca, sus propios vecinos, sus familiares, con los que tanto tiempo había convivido, no fueran capaces de creer?

¡Qué fácil es imaginar a veces que estamos cerca de Dios, como les pasaba ya hace dos mil años a sus vecinos, y en realidad no estarnos enterando de la misa la mitad! La fe no se hace, no se crea, no se escoge al gusto, se encuentra, se acoge, se la obedece. Los nazarenos vivían en la oscuridad, en las sombras y apariencias, porque su relación no era con el Hijo de Dios, ellos buscaban más bien un artista, un tipo exótico, guay, un obediente y callado milagrero. La primera lectura lo resume en una frase tumbativa: “son un pueblo rebelde”. Creyentes en apariencia, pero rebeldes.

Y Jesús, decía san Marcos, “se admiraba de su falta de fe”. Que le falte la fe en Jesús a los que han vivido toda su vida lejos de la Iglesia, es razonable, pero, ¿por qué le falta a quien ha vivido cerca, o muy cerca, o en la puerta de al lado? ¿Dónde está la rebeldía que aleja de la fe? La fe cristiana no es una religión a medida, sino una religión revelada a la que nos vemos incorporados, que aceptamos, que sólo podemos recibir, que no modelamos: si aquellos vecinos intentaban moldear a Jesús, hacerlo a su manera, que hiciera lo que ellos le decían, en realidad se estaban alejando de la fe, aunque estuvieran a cincuenta centímetros de distancia física de Él.

La fe en Jesús, la fe católica, consiste en dejarse poseer por la verdad, consiste en algo tan anticultural como un acto de obediencia: la forma de la fe no la hacemos nosotros, nos viene hecha por Jesús, y así la religión, la relación con Él. Decía Newman: “Hay que aventurarse. La fe, antes de que uno se haga católico, es una aventura; después, es un don. Te acercas a la Iglesia por el camino de la razón, pero entras en ella por la luz del Espíritu”.

A los que se acercaban a Jesús en el evangelio por el camino de la razón, “es nuestro primo, nuestro vecino, vive dos calles más abajo”, no les alcanza para creer sin acoger, sin aceptar la verdad de lo que es Jesús: aquel al que el viento y las olas le obedecen, aquel que hace de la muerte un sueño sin poder, de la enfermedad un pretexto para encontrarlo.

Por eso, cuando nosotros decidimos cómo hacer nuestra vida de Iglesia, necesitamos recorrer el camino que Jesús proponía a los suyos, que Newman descubrió como un recorrido sacramental: la mayor certeza de presencia de Cristo que tiene la Iglesia está en los sacramentos.

Nos creemos que vamos encontrando a Dios en todo lo que pensamos, en todo lo que decidimos hacer, en cada idea o convivencia, en todo lo que nos imponemos o queremos imponer a otros; el salto a la fe se da en los sacramentos, por eso en los sacramentos lo ponemos todo. Aquí no vale media misa, no vale estar entrando y saliendo, atendiendo al móvil o pensando en el fútbol, porque nos creemos que estamos muy cerca de Jesús, y en realidad no lo reconocemos, como aquellos nazarenos.

Aquellos nazarenos esperaban aquel sábado una actuación especial del joven rabí nazareno, pero contemplaron una actuación decepcionante; aún mucha gente va a las iglesias a misa esperando una actuación magnífica del sacerdote, o del coro, o de alguien; algo exótico y elitista, privado, intransferible. Nos cuesta no llevar a la misa una intención particular, propia, nos parece poco motivo para ir a misa dar a Dios la gloria que merece, que es suya, que para eso es la misa.

Como esos nazarenos, queremos algo para nosotros, sentirnos especiales, merecedores de un trato especial en el gran milagro del carpintero. Y claro, tantos abandonan así la misa y la fe, niños, jóvenes, adultos, que, decepcionados, no se han visto suficientemente confortados, premiados, reconocidos, obedecidos… y no descubren el don de Dios. ¿Cuántos casos así conocemos? Seguro que muchos cercanos, quizás también nosotros…

Aceptar, no escoger, obedecer, no mandar. En un mundo que vive saturado de lo mío, lo que yo quiero, lo que es mi verdad, los que seguimos a Jesús no nos podemos dejar contagiar por todo eso, o seremos mundo, vecinos de Jesús, pero sin poder dar testimonio del Hijo de Dios porque aún lo buscamos. Y no se trata de perder la razón, otro grande, Chesterton, decía que “loco no es una persona que ha perdido la razón. En realidad, loco es el que ha perdido todas las cosas menos la razón”. Se trata de razonar para creer. De una certeza que nos compromete cada día más, que no nos permite acomodarnos, sino avanzar en el camino y la entrega de la fe, hasta dar con la verdad de lo que es Jesús, el único que merece todo honor y gloria.