Domingo XIX Tiempo Ordinario

11 de agosto de 2024

Domingo XIX Tiempo Ordinario

Domingo XIX Tiempo Ordinario

Vivimos un tiempo en el que se vende que con diálogo se resuelve todo, que en cualquier asunto la escucha y el diálogo son claves para poder encontrar un acuerdo y una paz, en la familia, en la sociedad, en el trabajo… San Juan nos pone ante un diálogo en el que parece que Jesús se empeña en no alcanzar un punto de encuentro que reconduzca la relación que Él tiene con los judíos.

Esa exposición que Jesús hace sobre el pan, el alimento celeste que Él da a los suyos superior al maná de Moisés, lejos de crear comunión crea división, y entre muchos de los que han contemplado el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, y después han escuchado a Jesús su explicación, en vez de aceptación y alegría, se va generando una consternación, una decepción y un escándalo que, lejos de ir a menos, las palabras de Jesús van avivando.

Para el Señor, lo primero no es que todos se vayan muy contentos a sus casas, el objetivo es revelar la verdad sobre el pan del cielo. Jesús, que ve que está creando confusión entre los que le escuchan, que es consciente incluso de la repugnancia que su forma de hablar sobre comer ese pan que es su carne, no cambia el plan: si alguno rechaza sus palabras no es porque Él no tenga razón, es porque también la providencia divina transita ese camino misterioso: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”.

En el evangelio de hoy, el alimento que Dios da vemos que produce contrariedades. Por ese alimento no entiende Elías, no entienden los judíos… y es que, en que comamos la eucaristía, el pan vivo, la iniciativa es siempre del Padre. Jesús revela a los hombres la voluntad del Padre: atraer a los hombres. Y nosotros, como niños, nos dejamos atraer.

Por eso, la eucaristía es siempre una iniciativa del Padre. ¿Tengo, cuando vengo a misa, conciencia de que Dios me llama? ¿Vengo confiado a Él, que me trae? ¿En que voy a escuchar “Palabra de Dios” que me habla a , que me quiere enseñar bien, aunque su palabra pueda producir en mí, como sucede en los judíos, escándalo, decepción, incomprensión?

Aquí aprendemos que Dios es el Padre bueno que da el alimento cada día a sus hijos para que coman. No sólo es que nos dé muchas cosas o pocas, es que nos da un alimento que es Él mismo. Esto significa que hay una forma de vida coherente con la eucaristía: el rechazo a la autosuficiencia, a llevar la iniciativa ante Dios.

El hombre que con humildad y confianza no se pone por encima de los otros, sino que confía en Dios, recibe su Palabra. Por el contrario, el hombre que actúa altivo, aunque lo haga en nombre de Dios, se aleja de Él, no se deja atraer por el Padre, y prefiere alejarse decepcionado o entristecido, dar un paso atrás, antes que confiar en la Palabra divina.

El evangelio, y la primera lectura que hemos escuchado, describen bien esa reacción humana, la vía de escape, la excusa incrédula pero aparentemente razonable que empleamos cuando no queremos aceptar la propuesta de Dios, y es la murmuración: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?” La reacción es no creer, es murmurar, criticar. Murmurar sobre Dios, sus deseos o decisiones, o murmurar sobre los hombres, cosa fácil y sin mérito por nuestra debilidad natural, para no avanzar por el camino de la fe. Lo hacen en el evangelio sus vecinos, sus conocidos. Y en la primera lectura el profeta Elías. Murmurar sobre Dios no lo hacen los de lejos, lo hacemos los que estamos cerca.

Por eso, el evangelio de hoy nos pone ante una realidad que, en la historia de la Iglesia, han explicado grandes santos: san Ambrosio de Milán, santo Tomás de Aquino. Las palabras de Jesús son palabras divinas, y en ellas no hay sólo un poder descriptivo, sino también transformador. “Yo soy el pan de la vida. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”, nos hablan no solamente del poder de Dios para describir lo que da, sino para crear y transformar lo que da, hasta el pan.

La eucaristía reclama en nosotros, como en aquellos que querían creer pero dudaban, una fe que viene de Dios. ¿Me pongo en manos de Dios al escuchar sus palabras? ¿Me entrego a Él cuando comulgo como Él se entrega a mí? Pidamos al Padre que nos aumente la fe, que nos atraiga, y que nos siempre de ese pan.