Hacia el final de su vida compuso santo Tomás de Aquino su tratado sobre la eucaristía, que incluyó en la Suma Teológica. Sin embargo, se cuenta que, cuando lo hubo terminado, como no estaba convencido de haber hecho justicia con su trabajo a tan gran misterio, lo llevó a los pies del crucifijo de la capilla de los dominicos en Nápoles, y se puso a rezar, y allí escuchó desde la cruz: “Bien has escrito sobre mí, Tomás”, y a continuación: “¿Qué quieres de premio?” Allí Tomás contestó solamente: “Nada sino a ti”.
Eso es lo que Jesús dice en el evangelio de hoy que es su pan y su vino: nada sino Él mismo. Hay una docilidad en santo Tomás, un realismo, una inteligencia, que contrastan con las palabras que Jesús necesita usar en el evangelio ante la obstinación de los que le escuchan: allí había más bien, nervios, consternación, contrariedad.
Las palabras del libro de los Proverbios, en la primera lectura, nos ponen ante un vocabulario más con el que explicar este misterio de la eucaristía: santo Tomás ha entrado en el camino de la prudencia, ha sido capaz de valorar lo mejor y elegirlo. Esa es la prudencia. No consiste en intentar protegernos de todo bajo capa de libertad o ecuanimidad, sino la virtud de elegir lo mejor. Benedicto XVI lo advertía con preciosas palabras: “No queremos a Dios tan cercano, tan pequeño, inclinándose; lo preferimos grande y lejano”. ¿Advertimos el compromiso, nos molesta tan pequeña ayuda?
Jesús quiere que los suyos pasen de ser inexpertos y faltos de juicio a ser expertos e inteligentes. Jesús dice a los suyos que elijan el camino de la inteligencia y el de la experiencia. Contrasta la propuesta de Jesús con la del mundo, eso es lo que busca san Juan en su relato: el mundo se cree sabio por rechazar la eucaristía, o por burlarse de ella, se cree prudente por renegar de la realidad eucarística. Jesús, con su vocabulario, al hablar de comer, de masticar, su carne y su sangre, expresa un realismo superior: en la eucaristía, diríamos con santo Tomás, no hay nada sino Cristo.
Así, después de todo un mes, de cuatro domingos ya escuchando el capítulo 6 del evangelio según san Juan, después de escuchar el milagro de tono eucarístico de la multiplicación de los panes y los peces y, después, su explicación en la sinagoga de Cafarnaúm, la Iglesia nos invita a la experiencia eucarística. A menudo vamos por la vida creyendo que somos expertos en tantas cosas, y sólo una es necesaria, pero es “pequeña y cercana”, no es nada grande ni espectacular, no merece elogios del mundo. Sin embargo, la Iglesia en su pedagogía nos da un altar, unas velas, unos signos, la Palabra, la luz, toda una celebración, un misal, una asamblea, nos manda arrodillarnos, para que no olvidemos como inexpertos.
Todos estos signos a los que atender, a los que obedecer, nos ayudan a recordar, porque en la eucaristía apariencia y realidad no coinciden, vemos una cosa, estamos ante otra, y los signos nos recuerdan que no nos fiemos de lo que vemos, sino de lo que sabemos, como expertos. ¿En qué tengo que crecer en mi experiencia eucarística? ¿Qué no vivo bien aún, quizás metido en mí, en vez de en el don de la Iglesia?
Aquellas palabras que recibió san Agustín: “¡cómeme! Pero no serás tú el que me transformes a mí, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí”, nos pueden ayudar también hoy: la experiencia eucarística es salir convencidos de que, aunque aparentamos igual, hemos sido transformados, somos y nos comportamos de otra manera, no según nosotros, sino según Dios. Hablamos, deseamos, tratamos, vivimos, según ese principio transformador, recreador.
Y, a partir, de ese realismo, de esa transformación que comienza en el pan y el vino, se transforma el mundo, se transforma la vida, se transforma todo lo pasajero y corruptible del mundo para que sobreviva lo eterno, a partir de ahí porque ahí, aquí, encontramos la fuerza de la palabra creadora de Dios. ¿Pido esa sabiduría eucarística? ¿La acepto como experiencia?
Meditemos sobre esto en estos días, el poder de la eucaristía en mí: pues no hay mejor manera de explicar esa sabiduría que en la prudencia de la vida, eligiendo nada sino a ti, nada sino según Tú.