La Iglesia tiene un libro que trata con gran veneración que se llama martirologio. El martirologio contiene, uno a uno, con nombre y apellidos, a todos los santos que son venerados como tales por la Iglesia. En el martirologio están los que han sido reconocidos como santos por la Iglesia, que son, en realidad, la punta del iceberg, una mínima parte de todos los que, por su fe en Cristo, han alcanzado la gloria celeste.
Decía la primera lectura: “una muchedumbre”, pues eso. Martirologio viene de “mártir”, que significa “testigo”. Los santos son los testigos de Jesucristo, de los que hablaba el Apocalipsis. Los que están en el libro de los testigos son una mínima parte de los que están en el libro de la vida, pero nos valen para recordar una preciosa realidad: la Iglesia es santa por su fundador y por la santidad que este ha concedido a sus miembros.
Todos esos testigos se iban añadiendo al calendario del misal y tenían su día del año para ser celebrados, pero como el número crecía y crecía, desde el primer mártir, san Esteban, hasta los catorce beatificados por el Papa hace dos semanas, es necesario reducir el número de los que es obligatorio celebrar, dejando en esa lista a los más significativos, e incluir a estos con todos los demás en un único día.
Tan luminosa idea la puso en práctica el Papa Bonifacio VIII, en el siglo VII. No miró, desde Roma, de reojo, a ver qué celebraban los celtas paganos el 1 de noviembre, para poner ahí esa fiesta. Es muy penoso, en todos los sentidos, que en unos días tan tristes como los que estamos viviendo en España, de tanta muerte y caos, nos empeñemos en llenar nuestros barrios y urbanizaciones anoche y aun hoy, con bromas y frivolidades sobre la muerte, pasando por encima de lo humano y de lo divino, pura superficialidad. Y peor aún es contribuir a vaciar del sentido propio la fiesta de hoy para hacer broma sobre el sentido de nuestra vida: la santidad de Dios.
Aquel Papa Bonifacio que impuso esta fiesta para la Iglesia universal tenía, además, muy claro, cual iba a ser el relato evangélico que se proclamara en la misa de ese día: desde el siglo VII hasta hoy, ha permanecido fijo el relato de las bienaventuranzas que hemos escuchado, para que todos los que celebraran ese día tuvieran claro cual era el camino de la santidad, las bienaventuranzas.
La misma palabra latina que significa bienaventurados, dichosos, significa santos. Es la palabra Beati. Los santos son los dichosos, los que encuentran la casa de Dios a base de cumplir su voluntad y ser felices en ella, felices no implica de bromas todo el día, conocemos santos que tenían gran sentido del humor, Felipe Neri, Tomás Moro, Juan Bosco, y otros con fama de gruñones, como san Jerónimo o el mismo san Pablo.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “la santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de Él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad” (2809). Nuestra vida se dirige hacia un hogar inaccesible, ciertamente estamos aquí de paso, los sucesos de estos días nos lo recuerdan claramente, no sabemos “el día ni la hora”, por eso conviene que nuestra vida vaya siempre en la dirección adecuada para que encontremos ese hogar cuando tengamos que cruzar el río de la muerte hacia la casa santa de Dios.
La santidad es un lugar de gloria. Nosotros recibimos aquí las primicias de esa gloria, y si las gestionamos bien, incluso cuando nos toque llorar, o ser pobres, o ser perseguidos o tratados injustamente, no nos estaremos alejando de ese hogar que nos espera, porque este de aquí, aunque tratemos de aferrarnos a él, no es nuestro hogar. Aquí experimentamos mucho dolor, un sufrimiento tan injusto e indescriptible tantas veces, una soledad impropia de un hogar.
¿Quién examina su conciencia leyendo las bienaventuranzas? Ellas son nuestro camino de santidad. Y al final de ese camino, está lo que “aún no se ha manifestado lo que seremos”.
Por último: el proyecto de la santidad no es únicamente una decisión personal, no se desarrolla en solitario, sino en la vida de la Iglesia: “Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor”. La tentación del individualismo acecha a los cristianos hoy a cada momento, hasta aquí en misa. Voy a planificarme para ser santo o para no serlo, y ya está. Eso no es cristianismo, es una impostura, un engaño a uno mismo. La santidad sólo se entiende en la vida en común. Sin la comunidad, sin la Iglesia, no hay santidad, lo que hay es voluntarismo. Nadie llega a la santidad por sí mismo, pues es “un hogar inaccesible”, es un don. ¿De quién me rodeo para vivir mi vida cristiana? ¿Tengo un grupo de referencia? ¿Veo que lo necesito?
El grupo de los santos crece y crece, y sólo se puede ser bienaventurado y estar con Dios formando parte de ese grupo. Pongamos el corazón en ser del grupo de los mártires, los testigos del Señor, en cualesquiera circunstancias que nos toque vivir, para llegar al cielo.