¿Qué pensarían los judíos al escuchar a Jesús todo este discurso tan catastrófico y espectacular? Aquellos discípulos, que no sabían nada sobre ciencia ficción, ¿qué maquinarían en su mente al oír a Jesús hablar con tanta fuerza de la endeblez de lo firme, del hundimiento de lo fuerte?
Pues lo primero que pensarían todos ellos es que Jesús estaba repitiendo algo que ya habían dicho así, palabra por palabra, el profeta Isaías, el profeta Ezequiel, el profeta Joel, el profeta Sofonías y el libro de la Sabiduría. Jesús cita a todos esos, copia y pega, es decir, recupera una advertencia que el pueblo de Dios llevaba más de siete siglos escuchando, con una diferencia: ninguno de los profetas se atrevió a decir quién era ese Hijo del hombre, y Jesús lo que dice es que Él es ese Hijo del hombre.
Así que aquellos judíos lo que pensaron era que Jesús hacía dar un paso más a las antiguas profecías. Hasta la creación, que se ve tan poderosa, tan indomable para el hombre en tantas ocasiones, tiene un fin, es débil ante su creador. Jesús le decía a la gente que uno como ellos era el creador.
Si en la creencia popular estaba que detrás de los elementos naturales y de los astros está el influjo, el poder de los dioses, Jesús les estaba diciendo que toda fuerza, todo poder, hasta los más grandes o violentos, son incapaces ante el Hijo del hombre, y así se verá el día de la revelación final.
Semejante demostración del poder divino llama nuestra atención, queremos verla, queremos participar de esa victoria, de esa superioridad, de esa intangibilidad: justo por eso, hemos saludado al evangelio diciendo “muéstranos, Señor, tu misericordia, danos tu salvación”. ¡Muestra tu poder! ¡Muéstranos tu fuerza!
Claro, comenzar así el Adviento es desconcertante. Estamos pensando si sacamos ya el portal de Belén, dónde tenemos las luces del árbol, si ponemos ya los villancicos o no, y hoy venimos a misa y nos encontramos con esto. Ni hemos escuchado al profeta Isaías, ni Juan el Bautista, ni ha aparecido por ningún lado la Virgen María.
Es verdad, la cercanía de la Navidad hace difícil entender este tiempo, las lecturas no nos han dicho nada sobre la Navidad. Escuchamos que el Señor vendrá con gran poder y gloria, que se mostrará, pero nada de eso es la Navidad. La Navidad, la primera venida del Señor, sin espectáculo ni fuerza, que ya sucedió, será celebrada, pero la vuelta del Señor, su segunda venida, esa sí será en poder y gloria, esa es la que esperamos que se muestre, porque no sabemos cuándo va a suceder.
Por eso, estamos expectantes. No estamos tensos por celebrar la Navidad, la primera venida del Hijo del hombre, si ya sabemos cuándo es, el día 25; estamos emocionados porque tiene que mostrarse en su segunda venida, de una forma definitiva e indudable, terrible y gloriosa.
Así que el Adviento hoy no nos habla de la Navidad, la irá introduciendo poco a poco, de una forma discreta, entre diversos personajes cada domingo: la Iglesia, que espera la vuelta de Cristo, lo hace sabiendo que, cuando en algo vence el mal, cuando puede la muerte, cuando el dolor o la injusticia parecen hacerse más fuertes, nada de eso es definitivo, que es sólo un daño, una derrota relativa. Y queremos más que el Señor se muestre.
De hecho, Él nos dice en el evangelio que cuando suceda algo así, la actitud del cristiano es inequívoca: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. ¿Qué espero cuando algo no sale bien? ¿Que Dios devuelva el golpe, sin más? No es eso lo que Él anuncia.
De hecho, la Iglesia nos enseña hoy una respuesta preciosa: no es que levantemos la cabeza cuando los poderes de este mundo fallan, es que “a ti, Señor, he elevado mi alma”, decía el salmo. No la cabeza, no mis pensamientos, lo más profundo dentro de mí se eleva a Dios, se confía a Él. Ante la propia debilidad, el hombre puede subir de nivel.
Estamos llamados, entonces, a aprender a emplear lo que somos y tenemos, para que nuestra respuesta ante el mal o ante la decepción no sea el enfado, sino el deseo de liberación, la vuelta del Señor. Por eso, advertía Jesús a continuación sobre la gestión de lo que tenemos, de lo que gastamos, de nuestras mismas emociones. “Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida”, todo eso es lo propio del mundo, no de los cristianos. ¿Ya me preocupa la cena de Navidad? ¿Y mi alma?
El Adviento empieza con una invitación a elevar el alma, para poder entender la gestión que Dios hace de este mundo. Si las luces y las ofertas, si los festejos o los modelos, nos conmueven, necesitamos el Adviento para elevar el alma, que está baja. ¿Sé gastar? ¿Vivo con sobriedad este tiempo? ¿Cómo afronto las contrariedades? ¿Afronto la venida del Señor como invitación a ser santo e irreprochable, que decía san Pablo?
Aquellos discípulos que escuchaban a Jesús no pensaban en el portal de Belén, pero sí en aprender a vivir, pues recordaban el salmo: “A ti, Señor, he elevado mi alma”.