Presentación del Señor

2 de febrero de 2025

Presentación del Señor

Presentación del Señor

En Jerusalén, a finales del siglo IV, ya tenemos noticias por el diario de una peregrina gallega, de una procesión de candelas en la celebración de una fiesta a los cuarenta días de la Navidad. Conmemoraba la purificación de María, es decir, los cuarenta días que habían pasado desde que dio a luz, y la entrada de Jesús en el Templo de Jerusalén, donde el primogénito debía ser presentado según la Ley para ser rescatado.

En aquella procesión, que era llamada, como esta fiesta, “del encuentro”, Cristo se encontraba con Simeón, el anciano, que representaba a los creyentes, que conocían así la misericordia divina venida a los hombres: “luz para alumbrar a las naciones”. Ya antiguamente se cantaba una antífona que decía así: “el anciano llevaba al Niño, más el Niño dirigía al anciano”. Era una bonita forma de decir que, mientras que nosotros llevamos al Señor en nuestra vida, es Él quien, en su pequeñez invisible, nos guía y conduce hacia la luz de Dios.

Por eso, todo en este relato de la infancia de Jesús suena a navideño, y por eso seguramente aún en sus casas han oído a los mayores que el belén no se quitaba hasta la presentación del Señor, el dos de febrero. En Jerusalén, el misterio es presentado ante todos los pueblos, se hace visible, se hace luz. Podríamos explicar la fiesta de hoy así: Jesús, que es la luz, la candela, entra en el templo de Jerusalén llevado por su madre, la candelaria, y allí es reconocido por el anciano Simeón como “luz de las naciones”.

Resuenan, así, las palabras del día de Navidad, cuando decía san Juan en el prólogo de su evangelio que “el Verbo era la luz verdadera que alumbra a todo hombre viniendo a este mundo”, y que su vida “era la luz de los hombres”. Su luz es traer vida eterna. Por eso el anciano Simeón y la anciana Ana se ponen tan contentos, porque viene el que trae vida, no unos años más de vida al montón que ya tenían, sino la certeza de una vida eterna, de una forma misteriosa, en un niño como otros, uno como todos los que iban a ser presentados en el Templo.

¡Qué visión de fe la de Simeón para reconocer al Hijo de Dios entre los iguales! Decía una antigua oración oriental que Simeón pide “ir en paz” porque quiere llevar a los que habitan la región de los muertos la buena noticia de que el Salvador viene, que verdaderamente existe, que pueden estar tranquilos. A los muertos hay que anunciarles la esperanza de la resurrección, Simeón se ofrece a ello.

Y esto es muy sugerente para nosotros, que intentamos vivir en muchas ocasiones rodeados de muertos en vida, incapaces de levantar la mirada, de ir más allá de sus preocupaciones inmediatas, terrenas, superficiales. Simeón ha conocido a Jesús y con eso su esperanza no ha sido defraudada, al contrario: Jesús es el único que no defrauda a nuestras esperanzas, porque ha venido a nuestro templo a traer luz, lo que no pasa.

No podemos olvidar, aunque acabemos de celebrarlo en Navidad, cómo trae esperanza Jesús: ofreciéndose. Su ofrenda en el templo de Jerusalén es la ofrenda del primogénito de la familia, como decía la carta a los Hebreos: “también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte”. Y ha entrado “a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando”, ha cumplido las palabras de Malaquías, el que se ha ofrecido por nosotros. Jesús elige ofrecerse, y eso es luminoso en la vida.

No elige reservarse, no elige protegerse, no elige aprovecharse, no elige escabullirse ni desentenderse: elige presentarse como ofrenda, y así nos señala el camino para encontrarnos con Él. Quien se reserva no encuentra a Jesús, quien busca justificarse ante Jesús no encuentra a Jesús. Sólo encuentra a Jesús quien está dispuesto a vivir como Él. ¿Yo cómo vivo? ¿Yo qué hago aquí?

Ciertamente, podemos decir con Simeón que “este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones”. Si seguimos a Jesús, si creemos en Él, seremos signo de contradicción. El mundo nos aprieta cada día más a los cristianos, nos exige con trampas y mentiras, busca seducirnos con poderes y consensos, con un camino tibio, sin compromisos, pero el evangelio sólo es luz si trae la verdad. ¿Me seduce más ser como Jesús o como el mundo?

La tentación de dejarnos llevar por el mundo, de un acuerdo pacífico, es constante, pero ¿experimento en la conciencia la tristeza cuando no sigo a Jesús? ¿experimento en mi conciencia la decepción, la falta de sabor, cuando elijo lo fácil, lo que me beneficia a mí, lo que cae bien? Esto nos pasa en casa, en la familia, pero nos pasa en el trabajo y a la hora del ocio… ¿En qué me reservo, ante qué propuesta, en qué horarios, con qué personas?

La luz que se nos ha dado brilla, pero o se cuida o se apaga fácilmente. Y es la luz que nos abre las puertas del cielo, del auténtico encuentro con Dios. Pidamos al Señor la intensidad para nuestra fe, para nuestra vivencia de la fe. Así viviremos como Jesús, como ofrenda, en la Iglesia, en el mundo.