Si hay una frase que impacta en nosotros al escuchar este evangelio es claramente el reconocimiento de Pedro a Jesús: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. Escribía Chesterton: “Cuando la gente me pregunta: ¿por qué ha ingresado usted en la Iglesia de Roma? La primera respuesta es: Para desembarazarme de mis pecados. Pues no existe ningún otro sistema religioso que haga, realmente, desaparecer los pecados de las personas”. La Iglesia es una estructura religiosa que comunica ciertamente la santidad de Dios. “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”.
Uno de los argumentos recurrentes con los que la religión es criticada en el mundo moderno y librepensador de hoy, es que esta busca crear en las personas sentimientos de culpabilidad para tenerlas enganchadas, para necesitar de un Dios que les perdone y libere. Según esta forma de pensar, si no hay religión, no hay miedo, y el hombre sería verdaderamente libre.
La imagen de Pedro, estremecido, revuelto ante Jesús, arrodillado ante el Santo de Dios, se entiende con este “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. ¿Ha sido una charla de Jesús sobre el pecado, una dura acusación, una grave amenaza, lo que ha motivado ese gesto? ¿Jesús se ha dedicado a machacar a Pedro sobre lo pecador que es hasta que el pobre no ha podido más y se ha rendido ante el Señor?
No, no es esto lo que ocurre en el evangelio. Jesús ha mostrado ante todos quién tiene el poder sobre la creación: no el que sabe mucho sobre ella, sino el que la ha creado. Lo que hace Jesús con la pesca milagrosa es poner a los pescadores ante la experiencia de la santidad y del poder de Dios. Y su corazón da un vuelco: ellos saben que aquello no está a su alcance, que no pueden hacer algo ni parecido. Su conocimiento de la pesca les ayuda a ver que lo que ha sucedido no lo puede hacer un hombre: Tú eres Dios, yo soy un pecador.
Jesús no ha intentado lucirse ni crecer en autoestima. Ha mostrado su poder sobre lo creado para que el hombre crea en Él. De esta forma, podemos ver que es el poder de Dios el que ilumina la pequeñez del hombre y le hace verse como es, un pecador. Cristo no humilla a Pedro, no lo lleva mar adentro para hacerle pasar miedo y que se acoja a Él, sino que le muestra una grandeza y un amor que de grandes que son merecen confianza.
Es esa confianza la que lleva al hombre a querer abrir su corazón a Dios y mostrarle lo que lleva, reconocer su debilidad. Solamente así se puede seguir a Cristo. Solamente el que se confiesa primero como pecador, puede vivir confiando en Dios. No pasa nada malo por reconocer que somos pecadores, queremos aprender a dejar de serlo porque Dios nos llama a ello.
Lo hemos visto también en la lectura de Isaías: sólo cuando el profeta acepta que está ante la grandeza de Dios y reconoce su ser pecador, sus labios impuros, está preparado para ser llamado por Dios: “Aquí estoy, mándame”. Así, ¿cuándo nos ha ganado Dios en nuestro terreno? ¿Cuál ha sido nuestra reacción? El encuentro con la santidad de Dios conlleva una certeza: creo, quiero, pero no puedo. Veo esa belleza, “siempre antigua y siempre nueva”, pero no llego, por mí no llego.
En nuestra vida, Cristo sale a nuestro encuentro y nos llama a la Iglesia para crecer en santidad. Somos llamados a venir a misa, a rezar, a perdonar, a ser justos, a ayudar, etc, para, siendo pecadores, hacer cosas santas, porque también somos santos.
La Iglesia no busca esclavizar ni meter miedo, pero sí poner en verdad, decir lo que es y lo que hay, ayudar al hombre a descubrir lo grande que es Dios, y que ante su santidad, creamos. ¿Yo reconozco mi debilidad? ¿Veo en la debilidad de los otros un lugar donde Dios puede manifestar su poder o veo un lugar para atacar, para dominar?
Contemplar el poder de Dios, esa experiencia es una llamada personal. Me sucede a mí, y sé que es para mí. Pedro y los apóstoles, que sólo van a prestar su barca a Jesús para que predique a la gente, son llamados no sólo a cosas terrenas, sino eternas. Es absurdo para los que venimos aquí, ante Dios, pensar que Él está mirando a otros, que no se dirige a mí, que yo soy aquí un mero accidente cumpliendo un rito cultural… Cristo sabe lo que busca, sabe a lo que viene.
Por eso, su llamada es el fundamento de nuestra fe. Nuestra fe no depende de nuestra edad, ni de nuestras fuerzas, ni de nuestro momento vital, o nuestros éxitos, o el tamaño de nuestro despacho. Es permanente, porque así es la confianza y el amor de Dios. Los discípulos se dan cuenta en el evangelio de hoy de que si creen, se implican, que no pueden aceptar que Jesús es Señor y permanecer al margen: ¿Cuál es mi implicación en la vida de fe? Como Pedro ¿me reconozco pecador? y como Chesterton ¿me desembarazo de mis pecados? ¿Cómo de cerca o de lejos me queda ese “Aquí estoy, envíame” de Isaías?
¿Vivo mi vida como una llamada de Dios? La religión no son costumbres y posesiones, es la santidad de Dios a la que se nos llama cada día en la Iglesia: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”.