El domingo pasado, según salía de misa, la gente me iba diciendo: “padre, qué difícil el evangelio de hoy, qué difícil…” ¿Recuerdan? El amor a los enemigos, la misericordia, dar dos a quien nos pide uno… Pues si ese les parecía difícil, el de hoy es casi peor: hoy el evangelio nos plantea una diferencia que, si no tenemos clara, nos puede amargar la vida y hacer que se la amarguemos también a otros:
No es lo mismo la justicia que mi justicia. Si identifico lo que yo considero justo con lo que realmente es justo a los ojos de Dios, si creo que estoy en posesión de toda la verdad, lo mismo si se trata de la eternidad o la fe, que de quién saca la basura o cómo repartimos la herencia, estamos perdidos. Aunque todos creemos tener un pensamiento objetivo, tendemos a ver las cosas en función de nuestra persona, nosotros somos el centro de lo que sucede y nos angustiamos por nosotros mismos, porque pensamos que no hay mayor verdad que nuestra visión de todo.
Me puede parecer difícil perdonar a los enemigos, pero lo prefiero antes que reconocer que me he equivocado con mi suegra, o que he juzgado precipitadamente a alguien o que el jefe tenía razón en lo que sea. Cada uno que aplique los ejemplos que le toquen de cerca, que los hay para todos.
Pero lo que hace aún más difícil este evangelio es que Jesús no sólo nos dice que a menudo no vemos bien, no decidimos bien, es que además quiere enseñarnos de forma mediada. ¿Acaso no basta con reconocer que nos equivocamos? ¿No es suficientemente difícil dar o ceder un poco más con quien creo que no lo merece, que encima tiene que ser alguien imperfecto, pecador, que también se equivoca? Pues eso, aún más difícil es cuando Dios no me dice las cosas en directo, a la cara, en secreto él y yo, sino que además se sirve de otros mortales y pecadores como yo, seguro que más que yo.
Y eso es muy doloroso: casi nadie admite ver menos que otros, o tener la necesidad de ser corregidos por otros. Porque como todos somos limitados, fácilmente podemos agarrarnos a las debilidades de los otros para no ceder, porque, ¿cómo me va a decir a mí qué hacer alguien que hace esto o lo otro? Si vamos por la vida convencidos de que siempre tenemos razón, si discutimos hasta las últimas consecuencias, si no nos dejamos ayudar, si sospechamos de todos, y nos ofende que alguien nos diga que hemos hecho mal algo… bienvenidos al evangelio de hoy, no va por el del banco de delante, es el suyo sin duda.
Jesús quiere dejar bien claro que Él es nuestro maestro, y que si vamos por la vida creyendo que no nos tiene nada que enseñar, seremos ciegos sin remisión, ciegos y queriendo además ser guías de otros ciegos. En cualquier circunstancia que vengamos, no lo duden, nos encontramos en la situación perfecta para dejarnos enseñar y corregir por Él, que nos da en el evangelio de hoy un criterio para saber si Él está siendo o no nuestro maestro: “de lo que hay en el corazón, rebosa la boca”. Lo decía así la primera lectura: “el fruto revela el cultivo del árbol”.
Ahora todos podríamos mirar a nuestra vida y pensar qué cosas decimos a lo largo del día, si son agradecimientos, palabras constructivas, de perdón… entonces, Jesús es el maestro de nuestra vida. Si, por el contrario, lo que sale de nuestra boca son palabras de rencor, de enfado, palabras vanidosas sobre lo buenos que somos o lo bien que hacemos, de envidias o celos… entonces, Jesús no es nuestro maestro; lo vemos, le saludamos por la calle, o al empezar el día, incluso hasta lo comulgamos, pero nuestro corazón no se deja llevar por Él sino por nosotros mismos y por otras influencias, no le escuchamos con devoción, con confianza.
Al mundo le cuesta una barbaridad reconocer lo que hace mal, y en eso nos podemos incluir también nosotros: reconocer lo mal que trato a alguien, o lo que digo sobre ciertas personas, o responder bien a quien no me ha hecho tanto mal. ¿Y entonces, qué hacemos? En lugar de ver la viga que tenemos en nuestro ojo, buscamos la mota en el ojo ajeno, que está, claro que está, porque todos las tenemos, pero no es lo prioritario, lo es la viga que hay en mi ojo, peor aún, en mi corazón. Desviamos la atención de lo que hacemos mal, a lo que otros hacen mal. Tu mal excusa el mío.
¿Cómo reacciono ante lo que veo mal en mí? ¿Me dejo corregir? ¿Quién puede corregirme y cómo me mejora esto? Estamos en un camino de conversión: todos deberíamos tener cerca a quien nos ponga en la tierra, en realidad; necesitamos quien toque nuestra conciencia, desde la verdad y la justicia, no desde nuestra justicia, nuestro interés. ¿Dejo a otros formar mi conciencia? ¿Cómo me doy cuenta ante una nueva exigencia, en casa, con los niños, ante una enfermedad?
Sí, el evangelio de hoy es tan difícil como el del domingo pasado, como poco. Menos mal que ya llega la Cuaresma, llamada a cambiar todo lo que vamos descubriendo día a día, de lo que rebosa nuestro corazón: dejemos que Cristo sea nuestro Maestro, que lleve nuestro corazón de nuestra justicia a la suya, de la soberbia a la humildad.