Los medios de comunicación, la televisión, las redes sociales, nos presentan los sucesos de la vida como si de un espectáculo se tratara. Vemos a periodistas, famosos y anónimos, retratarse junto a los ríos que se desbordan como si fuera algo anecdótico.
No es algo nuevo, también Moisés decía, hace más de tres mil años: “Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza”. Si hubiera tenido redes sociales, se habría hecho viral en poco tiempo. Pero Dios no va por lo curioso, no se deja arrastrar por lo aparente: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos”.
Así le sucede a Jesús en el evangelio: frente a la crónica negra, los sucesos que abrirían un telediario, la torre que se cae, los judíos asesinados por Pilato, Él se conmueve por el dolor ajeno y nos plantea otra forma de mirar la vida: no seamos espectadores, necesitamos captar todo el sentido de lo que sucede. Nos toca conmovernos, nos toca cambiar.
Y es entonces cuando el Dios “compasivo y misericordioso” nos plantea la parábola de la higuera estéril: las noticias nos recuerdan que nuestro tiempo no es infinito, que -jóvenes o mayores- nuestra vida tiene fecha de caducidad, y que el dolor ajeno, el sufrimiento de los cercanos y los lejanos, es una llamada urgente a dar frutos de conversión, frutos de santidad. ¿A qué vais a esperar, a otro río que se desborde, a otra guerra?
La conmoción de Jesús no es postureo, no es vano sentimentalismo: es acción. “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante”. ¿Qué nos conmueve? El tercer domingo de Cuaresma nos ofrece algo conmovedor. Dios mueve el mundo por amor. Nosotros sólo sabremos interpretar su movimiento y movernos adecuadamente cuando su amor nos conmueva.
Dios no quiere establecer con nosotros una relación por miedo. No le cae encima la torre de Siloé a los que han sido malos, no es una venganza de Dios por ser más pecadores, dice el Señor. ¿Quién es, sino el Señor, ese jardinero que todo lo que hace le parece poco? Si la higuera no da fruto, decide no cortarla y poner más amor. Nosotros, cuando no nos responden según lo esperado, ¿pensamos que hemos puesto poco amor y buscamos la manera de poner más amor? ¿o echamos la culpa a quien sea?
Pero el Señor, como buen Padre, decide que si no ha convencido es porque su amor no ha bastado. Su paciencia es esperar y mejorar otro año, a ver si la higuera da fruto, no es del tipo: “A ver qué pasa este año”, sino del tipo: “Voy a poner todo lo necesario para que dé fruto”.
Todo lo necesario. Nos sigue ofreciendo, a partir de lo que sucede en el mundo, pero en la vida de la Iglesia, todo lo necesario para nuestra conversión. ¿No nos conmueve cuando, a pesar de nuestra dureza de corazón, Dios sigue poniendo a nuestro alcance nuevas llamadas a creer en Él, a vencer la opresión del pecado, a dar más y mejores frutos?
A pesar de mis debilidades, de que soy inconstante, de mi comodidad, Él no quiere cortar, no está esperando mi pecado para cortar conmigo. Dios ve mi debilidad y me ofrece más. ¿Que no ha dado fruto una propuesta? Pues vamos a ofrecer otra. Así es el amor de Dios. Si no nos conmueve, nos seguirá ofreciendo… hasta que se acabe el tiempo, o hasta que nos demos cuenta de que es para nosotros. Todo lo que hace para que nos convirtamos, para que vivamos más confiados en Él, para que demos fruto cada día en casa, en el trabajo, en la Iglesia.
Así sucede en Dios, y así quiere que suceda en nosotros. Dios espera que su acción provoque la nuestra. Cuando no nos paramos de corazón a ver lo que Dios hace, cuando no nos conmovemos, cuando el amor se debilita en nuestro corazón, surge lo contrario, la omisión. Me falta una fuerza, el amor de Dios, que me empuje a hacer el bien, a anunciar el evangelio, a entregarme en la Iglesia, a rezar cada día, a cambiar mi plan de fin de semana frívolo y lejos de Dios, a sacrificarme más por mi mujer, o mi familia, etc. Que aquí no estamos a verlas venir, sino para evangelizar.
¡Cuántos pecados de omisión en la Iglesia hoy! Sin duda, el volumen más grande de pecados, seguramente los más graves, son los de omisión, lo que podríamos hacer y no hacemos: sin examinar, sin reconocer, sin confesar, en los que niego el amor de Dios por mí. Dejamos de hacer algo que deberíamos haber hecho y parece que no pasa nada, pero en realidad… sin conmoción, yo soy la higuera estéril. Pero Dios no se rinde, el amor de Dios no se rinde. Vuelve a la carga: “conozco sus sufrimientos”, decía a Moisés.
Estaría bien recuperar algo que la Iglesia siempre ha recomendado, hacer cada noche un pequeño examen de conciencia, cinco minutos, precisamente para eso, para descubrir lo que he omitido, lo que no me ha conmovido, lo que he tratado como espectáculo siendo una llamada. Cinco minutos cada noche, una verdadera conmoción.