Seguro que todos han visto esa estupenda placa en el suelo de la pista central de Roland Garros donde se honra a Rafa Nadal con una copia de su huella y sus catorce títulos allí. En Jerusalén, en el Monte de los Olivos, también se guarda la memoria en una baldosa del lugar donde pisó el Señor por última vez la tierra antes de subir al cielo.
Era un tema que fascinaba a los primeros cristianos: Jesús ha subido al cielo. ¿Qué significa esto: subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre? Pensemos en la Encarnación del Señor, el que bajó no era un hombre, era Dios, solamente encarnado es ya Dios y hombre, abajo, en el vientre de la Virgen María; por eso el que sube al cielo además de ser un Dios, es un hombre. No bajó un hombre, pero un hombre sube al cielo.
Al cielo no es el monte Olimpo, no es a las nubes, no es a la estratosfera, no es a la Estación Espacial Internacional. Al cielo es con Dios. Con el Padre y el Espíritu Santo, vive para siempre un hombre con Dios. Nunca dejará de vivir con Dios. Eso es nuevo e inaudito, ahora el hombre, mortal, que envejece, que enferma, que peca, puede vivir para siempre con Dios. El cielo no es un lugar para los hombres, el cielo como lugar teológico, es la vida eterna, la gloria y la visión de Dios, la plenitud de la gracia.
Todo eso es posible porque el hombre ya puede estar donde está Dios, lo ha hecho Jesús. Este es el mensaje que la Ascensión nos deja, este es el motivo de la alegría de los discípulos: el camino con Jesús no ha sido en vano. El esfuerzo que hagamos en adelante por Jesús no será en vano viendo el destino que nos espera. El cielo no es una nube: es la compañía de Dios y de los santos.
Y esto es de plena actualidad: mientras los hombres nos pasamos el día en las cloacas, buscamos lo más bajo unos de otros, nos traicionamos y nos atacamos unos a otros, Dios se ha preocupado de bajar para llevarnos a lo más alto que hay. Mientras nos empeñamos en buscar lo que otros hacen mal, o el mal de otros, Jesús, el hijo de Dios, se ha hecho uno como nosotros, se ha identificado con nosotros, para llevarnos a una dignidad totalmente ignota e inalcanzable para nosotros, la santidad de Dios. Y mientras los hombres buscan la forma de perpetuarse en el poder, Dios busca la forma de servir eternamente a los hombres.
¡Qué importante es ser cristianos y comportarnos como cristianos! ¡Qué altísima vocación hemos recibido y qué precioso camino se nos ha dado para tan bello hogar! Decían los antiguos que, en su ascensión al cielo, Jesús causa admiración a los ángeles, provoca su asombro, pues dicen: nosotros vimos bajar a Dios, pero este no sabemos quién es, y citan las palabras del profeta Isaías: “¿Quién es ese que viene de Edón, de Bosra, con las ropas enrojecidas? ¿Quién es ese, vestido de gala, que avanza lleno de fuerza? Yo, que sentencio con justicia y soy poderoso para salvar”. Es inimaginable un hombre en Dios, en el cielo, no es digno, pero Cristo, que se ha entregado en la Pascua por nosotros, que ha enrojecido sus ropas con la sangre derramada, nos ha abierto esa puerta a todos.
Y así entendemos lo que hacemos hoy aquí. Nosotros celebramos misa porque Jesús, en su ascensión, ha comunicado el cielo con la tierra. Lo nuestro no es un espectáculo entre hombres, no es un teatro, una asamblea, ni un funeral laico: aquí Dios y la tierra se comunican porque Jesús los ha comunicado al resucitar.
Los sacramentos no son un ejercicio que depende de nosotros, que decidimos nosotros, que funciona si funcionamos bien nosotros: dependen del don de Dios, de Cristo que ha ascendido e intercede por nosotros ante el Padre. ¿Han pensado cuántas veces escuchan en misa “por Jesucristo nuestro Señor”? Pues esa expresión significa esto que Jesús hace al ascender, que haya comunicación, mediación, sacerdocio, y que la oración que rezamos llegue al cielo, y que la gracia de Dios baje a nosotros para que lleguemos al cielo.
Así que la misa es algo muy serio, ha sucedido por algo muy serio, es el fruto de la Pascua de Cristo. Por eso es tan importante que captemos que estamos en una celebración de la Iglesia, no de una elite, sino de una convocatoria para ser santos. Y también por eso nos la debemos tomar muy en serio: aquí aprendemos que la vida no es para dedicarnos a lo bajo, a hacer lo rastrero, a traicionar a otros, a señalar al que, a mi lado hace mal, sino para tirar de él para arriba, estamos para ayudarnos a subir, a crecer, a ser santos. ¿A quién ayudo yo? ¿A quién me niego a ayudar?
No tenemos nada más bonito que el cielo que ofrecer al mundo. De cualquier otra cosa, el mundo tiene más: más fama, más poder, más dinero, más gente. Pero nosotros tenemos el cielo. No dejemos de desear el cielo, antes que las cosas de la tierra, con más fuerza que lo que más deseemos.
Igual no ponen nuestro nombre y nuestra huella en una instalación deportiva, pero escribirán nuestro nombre en el libro de la vida, el de los habitantes del cielo.