Una de las imágenes más impresionantes que presenta todo el Antiguo Testamento es la que hemos escuchado en la primera lectura de hoy: el pueblo de Israel vive desolado en el exilio, lo ha perdido todo, lo que había recibido de Dios y lo que creía propio. Ni la tierra, ni sus posesiones, ni el templo, ni la Palabra de Dios. Lo que es no tener nada. Ni siquiera son un pueblo de verdad, unos se han quedado en Judá, otros han huido ante la invasión, la mayoría han llegado presos a una tierra extranjera, esclavizados, sin presente ni futuro.
Y en esas el profeta Ezequiel se pone en medio del pueblo y les dibuja una imagen brutal: todo un valle lleno de huesos secos, un valle de muerte, todo sin vida. Es Israel: así estamos, dispersos, separados, muertos, sin esperanza. Entonces, la fuerza del Espíritu de Dios sopla sobre el valle y sucede lo inesperado: huesos, tendones, articulaciones, músculos, y el Espíritu que da vida.
El cuerpo no se da vida a sí mismo, no se da vida porque se unan los miembros, vive porque sopla el aliento de Dios. Frente a la dispersión, imagen de la muerte y de la debilidad, Ezequiel promete unidad y vida. Cuando vivimos separados, somos imagen de los huesos secos. Igual nos creemos que somos libres, vivos, independientes… nada de eso, somos muerte. Y nuestra esperanza es una falsa esperanza, porque se apoya en nosotros, que necesitamos la fuerza de Dios que une y da vida.
Así se entiende a san Pablo: “el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad”. La fiesta de Pentecostés, decía san Juan, “el último día de la fiesta”, la fiesta con la que cerramos la cincuentena pascual, nos recuerda de dónde nacen las fuerzas para revivir. Son las fuerzas con las que el Espíritu de Dios sopla sobre nosotros para generar esperanza y vida.
El fruto de la Pascua para nosotros es el don del Espíritu, y el Espíritu en nosotros es el germen de la vida eterna. ¿Cómo actúa el Espíritu Santo? Esto es muy importante para que lo entendamos bien en la Iglesia hoy: el Espíritu Santo vivifica al poner en comunión. Un cuerpo no es el conjunto de miembros vivos, sino que cada miembro vive porque está unido al cuerpo.
Esta es la clave: ¿yo vivo por el Espíritu Santo? ¿Cuál es mi vínculo con el Cuerpo, con la Iglesia, para poder decir que estoy vivo? La Iglesia no ha nacido porque un buen día los hombres decidieran reunirse, porque aquellos apóstoles así lo planificaran, igual que los huesos secos no podían decidir por ellos mismos unirse y darse vida.
El Espíritu Santo suscita la fe en Jesús en el corazón de los discípulos, y ¿cómo lo sabemos? Porque los llama a la unidad. Y se hace la Iglesia, el Cuerpo vivo de Cristo. Cuando dejamos que el Espíritu de Dios actúe en nosotros, genera en nosotros sentimientos de comunión, queremos celebrar juntos, orar juntos, pedir los unos por los otros, nos interesan los otros miembros del cuerpo de Cristo, estamos disponibles para ayudarnos, para animarnos, para ofrecer nuestra mano o nuestra palabra.
Pentecostés no es una fuerza para ser optimistas, es la fuerza de Dios para plantar la Iglesia en medio de nuestro barrio, en nuestra ciudad, en nuestra familia. No será el párroco el que transforme nuestro barrio, ni nuestras relaciones, será la Iglesia, seréis los laicos, que llegáis a todos esos puntos, los que lo hagáis, si ciertamente os sentís parte de un cuerpo, con la luz y la fuerza de todo un cuerpo, o los que creeréis que no es posible si vais con vuestras únicas fuerzas.
A veces podemos tener la tentación de preferir hacer las cosas solos, como francotiradores, luchar por hacer el bien y vencer al pecado, sin contar con la ayuda de la Iglesia. Ningún cuerpo en el que los miembros quieran ejecutar solos funciona bien, no hay manera. En ese caso somos un montón de huesos secos.
Comenzamos la misa cada día invocando al Espíritu Santo: vivimos en unidad. Frente a la dispersión en la sociedad, pero también en la Iglesia, y la misa es su clara y máxima expresión, la fuerza del Espíritu es la fuerza de la Iglesia. ¿Qué intento cambiar solo y qué intento vivir en la Iglesia? ¿Dónde prefiero evitar complicaciones aunque sólo experimente debilidad y frustración por ello? ¿A qué reduzco entonces a la Iglesia?
No estamos llamados a ser huesos secos, sino a captar la fuerza de Dios. En el momento en el que la Iglesia empiece a obrar en unidad, como tantas veces le hemos escuchado al papa León XIV en un mes, empezará a ofrecer un testimonio valioso y transformador, provocativo.
Pidamos al Señor que este Pentecostés nos anime a superar ese valle de huesos secos y a querer la unidad en la Iglesia, para hacer juntos, venir juntos, rezar juntos: así Cristo y su Espíritu están cada día en nosotros.