Hasta en un día como el Corpus se hace difícil seguir a Jesús, es difícil por nuestras fuerzas, pero también por sus cosas… Hoy le dicen los discípulos, después de todo el día de curar y enseñar: “Despide a la gente; que vayan a buscar alojamiento y comida”, y Él les dice: “Dadles vosotros de comer”. Ellos le dicen: “Que se busquen la vida”, y Él les dice: “Ayudadles vosotros”. Ellos le dicen, cual presidente: “Nosotros tenemos hambre”, y Él les dice: “Dadles de comer”.
Nuestras necesidades no terminan de encajar bien con Jesús. Jesús tiene claro qué tenemos que entregar: ¿Qué son cinco panes? Si sólo fueran cinco panes… Abraham volvía de ayudar a su sobrino Lot en una batalla, y cuando sale a su encuentro Melquisedec, basta con que este conceda su bendición al patriarca para que él le entregue la décima parte del botín.
La ofrenda generosa de Abraham es además muy piadosa, porque en ese sacerdote que entrega pan y vino está dibujada la ofrenda eucarística de Cristo. Jesús, que ha instituido la eucaristía para alimentar a los suyos, no sólo se ha preocupado de darles de comer, sino que además los ha introducido en su misma dinámica: venimos a recibir la eucaristía para hacer como el Dios que se entrega en ella.
Cuando Jesús da a los suyos su alimento, no les dice que ya se queden tranquilos; cuando cuida de los suyos, no les dice que ya no se preocupen por nada: Jesús se busca la vida, literalmente, por los suyos, para que los suyos lo hagan por los otros. Pero nosotros miramos de reojo a nuestras necesidades, cada vez más necesidades… es difícil la dinámica de Jesús.
Nosotros no pertenecemos a un sacerdocio levítico, sino al sacerdocio de Jesús, el de Melquisedec, que es a la vez sacerdote y ofrenda. El sacerdote que presenta la ofrenda al Padre, y la ofrenda que es entregada al Padre.
Si tú comes el Cuerpo de Cristo, tú eres el sacerdote y la ofrenda. La eucaristía tiene un carácter público, que le es propio e ineludible. La eucaristía conlleva un compromiso que no se elige, que le es implícito. Decía san Juan Pablo II: “No podemos engañarnos: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo. En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas”.
Es decir, Jesús se da a sí mismo en la eucaristía, cuerpo y sangre, perfecto Dios y hombre, y así, lo que comemos es lo que nos hacemos. El Amén de la comunión hace que seamos Jesús, somos transformados en Él, estamos listos para ser sacerdote y ofrenda. ¿Creemos esto? Lo propio, lo natural en nosotros, desde que decimos Amén, será, entonces, entregar-nos.
Pero tanto nos ha picado el bichito del individualismo, que comulgamos y nos creemos que hemos cumplido, cuando en realidad lo que sucede es que nuestro “Amén” indica que nos hemos comprometido. La eucaristía no sólo es culmen, lo más a lo que llega la vida cristiana, es también fuente, de ella brota nuestra vida cristiana. Pero el bichito del individualismo, que ya había picado a los Doce -“Despídelos, que vayan a comprarse comida”- nos hace creer que lo más eclesial que tenemos, la eucaristía, es lo más íntimo y privado. Nos hace creer que la eucaristía nos justifica ante Dios y los hermanos, cuando en realidad lo que hace es comprometernos: “Dadles, dadles vosotros de comer”.
Podemos pasarnos la vida a comunión diaria o sufriendo cada domingo sin darnos cuenta de que la eucaristía no es la ofrenda de Cristo para que nosotros estemos contentos, sino la ofrenda de Cristo y de la Iglesia, de Cristo y de cada uno de nosotros que decimos “Amén”.
Nosotros, que podemos ofrecer a Dios las cosas que nos pasan, un dolor, un contratiempo, un esfuerzo, somos también la víctima: ojo, no nos hacemos la víctima, que de esos está el mundo lleno, somos la víctima, la ofrenda. Si comulgo, no es sólo que le dé cosas a Dios, es que yo me entrego a Dios, pongo mi vida a su disposición, en lo mío, pero también en lo de los demás, y no después de cubierto lo mío, sino antes.
Esta semana pasada el terrorismo islámico ha asesinado a doscientos cristianos en Nigeria, acribillados a balazos, quemados vivos: no nos damos cuenta de lo que es entregar la vida, de lo que es comulgar. No es paz interior, algo estático, y ya está. O estamos dispuestos a protagonizar una revolución eucarística, un cambio de vida para este mundo, según la eucaristía y el evangelio, o todo se viene abajo, con lo que le diremos al mundo que la eucaristía es tan inocua e inútil como el chupachups que los niños vienen a pedir después de misa a la sacristía. Pan para los mayores, caramelo para los pequeños.
¿Cumplo o me comprometo? ¿Creo que la ofrenda es para tiempos mejores o creo hoy? ¿Cuál es mi caridad en lo que digo o comparto? ¿Creo que la gracia actúa hoy o que está encerrada en el cielo?
Desde que Jesús se ha entregado por nosotros, nosotros no sólo recibimos o entregamos la ofrenda, nosotros somos la ofrenda de Dios al mundo. Jesús enseña a los suyos a pasar de los sentimientos ante la eucaristía a ser eucaristía. Eso es lo que Jesús les dice a los suyos, eso es lo que la eucaristía nos hace a nosotros.