En las letanías del rosario, uno de los piropos que la Iglesia lanza a la Virgen María es el de Arca de la Nueva Alianza. ¿Dónde está el piropo? ¿Por qué decir eso a la Virgen es un honor inigualable?
Las lecturas que acabamos de escuchar nos lo explican, porque si hay una imagen que impacta en ellas es esa que sitúa al rey David en camino a la montaña santa de Jerusalén, con la intención de rendir honores al Arca de la Alianza, instalándola en una tienda especial, digna, hasta poder construir un templo adecuado.
Así hemos escuchado: “David congregó en Jerusalén a todo Israel para subir el Arca del Señor al lugar que le había preparado”. Y David comienza una gran procesión, un solemne camino, una subida a la montaña, hacia el cielo, donde habita Dios, de una tienda de hombres a una tienda más digna, donde sólo puede habitar Dios. Es una procesión llena de dignidad y solemnidad: David sería un pastor, los que lo acompañaban serían guerreros, pero sabían que las cosas del cielo son sagradas y deben ser tratadas con sumo respeto, sin banalizarlas ni asemejarlas a lo terreno.
Una vez que el Arca llega a su tienda, tras una larga fiesta de acción de gracias, se puede decir que el Arca de la presencia de Dios está lo más cerca del cielo, en su lugar propio, en lo sagrado. Aquella caja preciosa era un anuncio, una profecía de algo mucho más digno y poderoso: la Virgen María es el Arca de la Nueva Alianza porque ella llevó en su vientre y crio en su pecho la presencia definitiva de Dios entre los hombres, al Verbo encarnado.
Pero Jesús va aún más allá en el evangelio de hoy, pues advierte de que la virtud de María ha sido mejor aún, pues ha escuchado la Palabra de Dios y la ha puesto en práctica. Toda esa síntesis de palabra y obra hace que ella, como el Arca, al final de su vida, suba al cielo.
El riesgo para nosotros es pensar que esto es un cuentecillo, una historia entrañable, una bonita fábula para querer más a la Virgen y nada más, que no nos dice nada significativo para nuestra vida, pero, en realidad, esta fiesta esconde un misterio crucial para nosotros: si María, por su escucha obediente a la Palabra de Dios, por su confianza en la voz divina, ha sido elevada al cielo al final de su vida, en cuerpo y alma, y no ha conocido la corrupción del sepulcro, es para ser así una profecía de lo que nos espera un día a nosotros también: de hecho, cuando nosotros rezamos la Salve decimos de María que ella es “esperanza nuestra”. ¿Qué significa esto que rezamos?
María no es nuestra esperanza porque nos salve, sólo Dios salva, es nuestra esperanza porque, al haber sido salvada, llevada al cielo, nos anuncia lo que nos espera a nosotros al final de nuestra vida. Si una como nosotros, de nuestra estirpe, ha aceptado la Palabra de Dios y ha sido elevada al cielo, es para revelar el destino de nuestra vida y el camino para alcanzarlo. Lo que el Señor decía en el salmo, lo dice también la Iglesia, lo decimos nosotros: «Esta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo».
Y así, aunque el dogma de la Asunción sea el más moderno de todos, para los cristianos desde antiguo no fue nada difícil reconocer y confesar que la vida de María no terminó con su muerte, sino que, como la de su Hijo, también ella experimentó la Pascua y fue asunta, elevada, subida al cielo con gloria y dignidad, con mucho mayor fiesta en los cielos que la que David y los suyos hicieron cuando subieron el Arca a la montaña.
La Pascua de María que hoy celebramos ilumina el misterio de nuestra vida, porque nos dice que la escucha de la Palabra de Dios no es para algunos, es imprescindible para los que tenemos dos oídos; pero también ilumina el misterio de nuestra muerte, pues esta nos conduce a la morada celeste: somos despedidos en esta vida con pena y dolor, pero estamos llamados a ser recibidos con una gran fiesta y alegría en el cielo, una alegría que nos acompaña aquí en la muerte en forma de esperanza, de mirada alta. ¿Cuál es mi esperanza? ¿Escucho la Palabra del Señor con veneración? ¿Quiero ponerla por obra, como María? ¿Entiendo la Pascua de la muerte o me aferro con miedo a la vida?
Tan cierto como que David subió el Arca a una tienda en el monte y hubo fiesta, es que nosotros seremos, en el último día, elevados al cielo, como lo hizo María, Arca de la Nueva Alianza, y habrá una fiesta eterna.

