El papa León XIV ha canonizado esta mañana en El Vaticano a dos jóvenes italianos, Carlo Acutis, que murió con 15 años, y Pier Giorgio Frassati, con 24, ambos con graves enfermedades. En ambos, el amor a Dios, a la eucaristía, el deseo de compartir la fe y de llevarla a la vida mostraron su anhelo de Dios y de santidad.
Coinciden en muchas cosas, pero hay algo en Frassati que pega muy bien con las lecturas de hoy: Frassati no se llevaba bien con sus padres. Sus padres no comprendían la vida que su hijo intentaba llevar de fe en Dios, de amor y cuidado de los pobres, de utilizar su gran creatividad e imaginación al servicio de Jesucristo y de los más necesitados, y eso erosionaba su relación. En él sucedía lo que Jesús advierte en el evangelio de hoy: “Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío».
Hace sólo unos domingos Jesús enseñaba que había venido a traer división incluso en las familias: Dios va por delante de cualquier relación familiar. Frassati, un joven de muy buen carácter, cuando su padre le criticaba por su vida de fe, quería que Dios fuera lo primero, con las consecuencias que tuviera; eso no es malo, porque pone a todos en verdad: al morir Frassati, su padre descubrió la verdad y la belleza de su fe, aun no habiendo comprendido a su hijo.
Dios tiene una forma de tratarnos difícil de entender, que expresa muy bien la primera lectura. Seguro que hoy ponía voz a nuestros pensamientos de tantas veces: “¿Quién comprende lo que Dios quiere?” ¿Cuántas veces nos pasan cosas que son difíciles de acoger, de escuchar? Tantos momentos en los que pedimos a Dios que se aclare, porque no nos resulta fácil aclararnos a nosotros. ¿Qué quieres? ¿Qué hago? ¿A qué viene esto?
Ciertamente, ¿quién conocerá tu designio? Tendemos entonces a buscar una respuesta razonada a lo que sucede, a encajar la inteligencia de Dios dentro de la nuestra. El cardenal Newman decía: “Esta capacidad nuestra de razonar no sólo lleva al orgullo, sino a la necedad y al error destructivo, porque acabará oponiéndose a la Escritura. Quien imagina que puede encontrar la verdad por sí mismo desprecia la Revelación”.
Nosotros creemos que necesitamos entender, pero para poder entender, la puerta es creer. Así enseñaba san Agustín de Canterbury, “creo para entender”. Es Dios, el que ha hecho la vida, el que la explica. No entiendo yo por mí mismo la verdad de lo que me sucede, la ilumina el Señor. Y si yo lo intento fiado sólo en mi sabiduría, encuentro una claridad mentirosa. Eso es empezar a construir la torre y dejarla a medias.
Decía el libro de la Sabiduría: “Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles”. Parece que somos los más sensatos del mundo, y en realidad nos engañamos. Sin la fe razonamos a medias, y no queremos la respuesta en Dios: “desprecia la Revelación”, decía Newman. No necesito lo que dice el Papa, ni la Palabra de Dios: yo ya sé.
“¿Quién conocerá tu designio, si no le das la sabiduría que procede del cielo?” Vivimos necesitados de que Dios nos hable. No de que nos obedezca, de que nos dé la razón, sino de que nos dé su luz: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”. ¡Un corazón sensato pone al Señor lo primero! Un corazón sensato necesita la Revelación, la Palabra de Dios, la Iglesia. Vivimos tentados de ser originales, parecer independientes en nuestras ideas, crear algo exclusivo, nuevo, superior. Y eso es impropio de los discípulos de Jesús. La fe es una luz buena que hemos recibido, y que hace del seguimiento una necesidad, y de la renuncia una necesidad para el seguimiento. No encaja seguir a Jesús con facilidad, comodidad o sin cruz, encaja con el mundo, eso sí.
Dice san Agustín que el capital que tenemos para poder levantar la torre de la fe es la renuncia a nosotros mismos. A mayor renuncia, mayor capital. ¿Cuál es nuestra capacidad de renuncia, de negarnos a nosotros mismos, de poner primero al Señor? Sin ese espíritu de negación no seguimos a Dios, seguimos nuestras ideas o deseos, y corremos el riesgo de llenar nuestras iglesias de personas con buena voluntad, pero que nunca han perdido la vida, que no quieren negarse por Jesús a sus deseos de ser valorados, de sexo o alcohol, de poder, de ser invulnerables, de estar a la última, de buena fama, de almacenar dinero.
Así, entre los edificios a medio hacer de nuestro barrio, también quedará el de nuestra fe. ¿Quién viene a misa para aprender a negarse más? ¿Quién dice “amén” a la eucaristía para decir “amén” a la cruz? ¿Quién reza para creer más antes de empezar a entender? Estas renuncias son concretas, y diferentes en la vida de cada uno, pero vienen a nuestra cabeza si pedimos al Señor “un corazón sensato”; luego ya, toca elegir si renunciar o no.
Si cada domingo celebramos la victoria de Cristo, hoy Acutis y Frassati manifiestan que sólo se vence poniendo a Cristo lo primero, prefiriendo a Cristo y su cruz, que lo que pide no es loco sino sensato, y que no hace fracasar las relaciones, sino que las pule con la verdad de cada renuncia y cada decisión, para que tengamos claro que en nada se diferencia su llamada a la santidad de la nuestra.

