La Iglesia dedica las lecturas de tres domingos consecutivos a ofrecernos una bonita catequesis sobre la oración: el domingo pasado, aprendíamos con el evangelio de los diez leprosos que la oración ha de ser agradecida, hoy aprendemos con la viuda que la oración ha de ser perseverante, el domingo que viene, el fariseo y el publicano nos enseñarán que la oración se funda en la humildad.
La imagen de Moisés que hemos escuchado en la primera lectura nos pone ya sobre esta pista: el éxito de la constancia. Lo verdadero resiste, por eso hay que “orar siempre, sin desfallecer”. Moisés persevera en su oración para vencer en la batalla. La victoria se obtiene en el campo de batalla, pero se fragua en el monte, en la oración intensa de Moisés. Así, si queremos el bien en la familia, en el trabajo, ante una tentación, esa victoria hay que combatirla en cada ámbito, pero hay que sostenerla con la oración.
La parábola del evangelio es muy gráfica: un juez ni-ni, que ni teme a Dios ni le importan los hombres. Israel ya había olvidado el mandato del amor al prójimo, del cuidado a los huérfanos y las viudas. Encerrado en su individualismo, no importaban las necesidades y derechos de los demás, sólo el poder para beneficio propio, como el juez de la parábola.
¿Qué necesita el juez para romper su cómoda actitud? Necesita la insistencia en el bien. La insistencia en el bien de Moisés, Aarón y Jur da la victoria a su pueblo en la batalla. La insistencia en el bien de la viuda le obtiene la justicia que buscaba. Por eso, la victoria se fragua en la oración, que, si está bien hecha, no nos encierra en nosotros mismos: si la oración es yo, mi, me, conmigo, ya está todo dicho, no soy la viuda de la parábola, soy el juez inicuo.
Frente a la tentación del egoísmo, el cristiano está llamado a insistir en el bien, a perseverar en buscar lo bueno, lo verdadero. Porque cuando dejamos de hacer el bien, entonces empezamos a buscar mi bien. Y entonces no aparece el amor a los míos, sino el desamor al prójimo, a la verdad, nos vale con hacer las cosas de cualquier manera, con ir tirando. Cuanto más rápido y menos moleste hacer el bien, mejor, que tengo que irme a mis cosas. Con el prójimo, con el débil, en misa. Entramos en casa y ya no nos importa el bien, sino mi bien: el juez inicuo.
En realidad, esta es la historia de nuestra lucha interior, porque nosotros somos vulnerables como la pobre viuda, aunque con un espíritu noble, vivo, dentro de nosotros, que trata de sacar el bien, lo valioso en cada momento. Pero tenemos también un espíritu superficial, un juez inicuo dentro de nosotros que sólo quiere comodidad. Y hay una lucha entre lo noble y lo banal, entre lo profundo y lo superficial, entre lo verdadero y lo pasajero, entre el bien y mi bien. Somos grandes porque Dios nos ha hecho grandes, pero pequeños porque el desamor nos tienta, y si no hacemos el bien cada día, si no lo elegimos insistentemente, nos enfriamos. ¿Qué merece la pena? ¿Qué produce más inquietud en mí, el bien o mi bien?
A los que éramos jóvenes nos decía Juan Pablo II en aquella Jornada de la Juventud en Roma: “Hoy estáis reunidos aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz, incluso a costa de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis con un mundo en el que otros seres humanos mueren de hambre, son analfabetos, están sin trabajo. Defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis con todas vuestras energías en hacer que esta tierra sea cada vez más habitable para todos”. Los cristianos estamos llamados a ser lo que él decía entonces, “centinelas de la mañana”, vigilantes del bien: porque quien hace y descubre el bien ¡genera esperanza!, promueve y motiva a otros a buenas decisiones, a buenas palabras, ayuda a ver la luz de Dios. ¿Somos gente de paz, de justicia, de vida? ¿O sólo de la nuestra? ¿En qué soy tentado yo de ser juez inicuo?
Así se entiende el Domund que hoy celebramos: a nosotros no nos da igual que cada uno sea de la religión que sea. ¿Quién cuidará de los que sufren, los oprimidos, los débiles, sin la palabra del evangelio? Es necesaria la presencia en el mundo de una Iglesia que se implica en las necesidades de los demás, que tiene claro lo que es amar al prójimo y que da prioridad a Dios antes que a los propios caprichos y comodidades.
La forma de vivir de los misioneros construye el mundo por el evangelio. ¿Quién cerca de mí necesita el evangelio? ¿Quién se encuentra desorientado, con violencia dentro de sí, y necesita el evangelio? ¿Quién se ha acomodado a una vida sin sobresaltos, y requiere volver a buscar el bien?
Entre tanta decadencia, no perdamos la grandeza de lo que hemos recibido, insistamos en el bien, y si nos cuesta, que siempre cuesta, pidamos ayuda: así Dios nos encontrará, vivos, con fe en la tierra.

