Tercer Domingo de Curesma

3 de marzo de 2024

Tercer Domingo de Cuaresma

Tercer Domingo de Curesma

Hemos terminado el primer bloque de la Cuaresma, las dos primeras semanas, con sus evangelios dominicales fijos, las tentaciones en el desierto y la transfiguración en el monte. Comenzamos hoy tres semanas de evangelios dominicales variables, que contienen un mensaje fundamental: Jesús anuncia en ellos su muerte y resurrección.

“Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. La purificación del templo de Jerusalén es una acción profética de Jesús, un gesto con un significado propio, el nuevo templo es su propio cuerpo: ¿Qué significa esa expresión? Que todo lo que hagamos unidos a Jesús, como miembros de su cuerpo, es oración -o debe serlo- que alaba a Dios.

Jesús anuncia en el templo de Jerusalén que la perspectiva del templo nuevo es su propia Ley y que hay una forma nueva de relacionarse con Dios. Cuando Israel atravesó el mar Rojo, después de haber salido corriendo de Egipto en la noche, después de contemplar cómo se abrían y se cerraban las aguas para ellos, no esperaban encontrar el inmenso desierto que encontraron, nada más que arena en el horizonte. Después de que su moral subiera por las nubes con toda aquella fantasía realizada por Dios, al empezar a caminar por el desierto fácilmente todo se desmoronaba para ellos. Ya no comprendían ni cómo iba a ser su vida ni qué podían esperar de ese Dios suyo que les había liberado de forma maravillosa.

Y Dios le da a su pueblo una ley. La hemos escuchado en la primera lectura. Una ley para tener estabilidad, para saber cómo relacionarse con Él y cómo relacionarse entre ellos. Para que no echemos en saco roto todo lo que hemos vivido, para que tengamos una buena relación, sigamos esta Ley.

Al principio, Israel cuida mucho esa Ley de Dios, busca poner los medios necesarios para que todo sea según la voluntad de Dios, así pasan de los diez mandamientos a una ley de seiscientos diecinueve preceptos. Paradójicamente, cuantos más preceptos añadían, más iban revolviendo la relación con su Dios. Realmente, no hay nada nuevo bajo el sol.

Cuando Jesús se presenta en el evangelio de hoy en el templo de esa forma tan curiosa, viene a mostrar que las leyes que habían creado eran abusivas, pero, sobre todo, que no llevaban a los hombres a Dios, sino a ellos mismos. El templo ya no era casa donde encontrar a Dios, sino cueva donde hacer mal y de forma autónoma bajo excusa de ser gente de Dios.

Es decir, uno podía ir al templo a las horas mandadas, hacer las oraciones propias, y ofrecer a Dios los bienes reglamentados, pero luego salir del templo y olvidarse de Dios y del prójimo, no sólo al margen de la Ley de Dios, sino además excusándose en que a Dios ya le había dado lo que debía. Realmente, no hay nada nuevo bajo el sol.

Cuando, en el año 70 d.C. Tito y sus legiones destruyen el templo de Jerusalén, ya no había duda de lo que Jesús había dicho. Que Jesús sea el templo, como nos enseña san Juan, significa que nuestra vida entera es dirigida a Dios, es alabanza para gloria de su nombre, porque nosotros vivimos en Dios. Ya los antiguos decían que con el bautismo comenzaba la vida “en Cristo”. Estamos en Él trabajando, paseando, durmiendo, en misa o entre amigos, en domingo por la mañana y en viernes por la noche.

Ni siquiera el cumplimiento riguroso de algunos preceptos, tan importantes como la misa dominical o tan sencillos como el de la abstinencia cuaresmal, ni siquiera el emplear el nombre de Dios a todas horas o hacerse cruces, son suficientes para mostrar el seguimiento fiel de Jesús: es la vida la que lo demuestra. Y si reducimos la fe a un rato semanal o a un compromiso personal, íntimo, la destrucción que estamos preparando no es la del templo de Jerusalén, es la de la Iglesia.

Se puede ser obispo, monja o laico: todos vivimos, somos el templo de Jesús, y eso nos muestra una autoridad nueva, la que viene no de la Ley, sino de su cumplimiento, de la verdadera entrega de la vida como ofrenda a Dios. La autoridad de hacer lo que Dios manda, que es la autoridad del Hijo, que anuncia hoy su muerte y resurrección, es la autoridad que nos interesa: ni las medallas, ni los honores, ni los títulos; la vida, porque la vida está en un templo, no de cuatro paredes, sino de Cristo y su creación.

La relación con Dios no consiste en que yo te doy cosas y Tú me dejas hacer lo que yo quiero, o me das lo que yo quiero. La relación con Dios no es un trato: vengo a verte y haces esto, voy a misa y haces lo otro.

La entrega de Cristo manifiesta que la relación con Dios no se realiza desde actos externos, aislados de las decisiones importantes de la vida, como si la fe o la religión fueran una relación empresarial, sin efecto fuera del horario de trabajo. ¿Dónde me olvido de lo que Cristo quiere? ¿Qué palabras, críticas, quejas, no son coherentes con la entrega de la vida?

No hay autoridad como la entrega de la vida, no hay incoherencia mayor que arrinconar la fe en un momento del día o de la semana. La Cuaresma nos pone ante nuestra vida para contrastar qué tipo de relación tenemos con Cristo y su Iglesia, porque sólo caben dos posibilidades en esto, o construimos o destruimos lo que Él ha levantado para nosotros en la cruz.00