“Este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria”. Pocas palabras más reconfortantes podemos encontrar con respecto a nuestro sentido en este mundo. Es increíble que todo un Dios pueda desear, pero más increíble aún es que su deseo consista en estar con nosotros, o en que nosotros estemos con Él.
Hoy que la Iglesia peregrina dedica el día a orar por la Iglesia purgante, la que ha experimentado ya la muerte y espera la segunda venida del Señor para alcanzar su destino final, miramos, con estas palabras, de una forma más segura y confiada a la muerte, a la que Francisco de Asís llega a llamar “hermana muerte”.
Nosotros miramos a la muerte como hemos aprendido de Pablo, pues nuestra muerte ha sido incorporada, unida a la muerte de Cristo en el bautismo. El bautismo nos sumerge en la muerte, pero lo hace con una segura intención, darnos la vida resucitada de Jesucristo. Por el bautismo, la muerte ha perdido su efecto en nosotros, su poder nos hace daño, pero no es definitivo, ha sido reducido a un sueño del que despertaremos. Así concluía san Pablo: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él”.
Una característica llamativa, entonces, de nuestra fe cristiana, es que, ante la muerte, no se conforma con hablar en pasado, no le basta con hacer memoria de lo vivido juntos como consuelo, como motivación: cuando nosotros hablamos de la muerte lo hacemos en futuro, la muerte nos tiene que suceder, vendrá, toda vida acaba así. Sin embargo, el misterio pascual de Cristo nos hace mirar todavía más allá, y emplear el futuro para hablar de una vida nueva, eterna. “Viviremos con Él”.
Así, por ejemplo, en el evento organizado por el gobierno para conmemorar a los fallecidos en la dana de hace un año, sólo se podía hablar de futuro para referirse a los vivos, para hablar de los difuntos siempre debía hacerse en pasado. Cuando nosotros oramos por un difunto, o por todos, como hoy, empleamos el futuro, pues Jesús lo utiliza: “que estén conmigo”. La lectura del libro de las Lamentaciones lo exponía de forma bella: “hay algo que traigo a la memoria, por eso esperaré: Que no se agota la bondad del Señor, no se acaba su misericordia”. “Mi alma espera en el Señor”, decía el salmo. Nuestros difuntos que han vivido esperando en el Señor, esperan aún su vuelta, pero ya sabemos: vivirán con Él, estarán con Él, por su eterna misericordia.
La fe nos desvela una certeza que produce en nosotros consuelo, la voluntad de Dios de amarnos, de ser bueno con nosotros, de que estemos con Él, que es inamovible porque “Dios es amor”. Decía Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi: “la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces vivimos”. Así, podemos rezar por nuestros difuntos, por los que nos han dejado hace poco, también por los más lejanos, y no sólo recordar el amor vivido, el amor compartido, sino también descubrir el camino para mantener vivo ese amor, en Jesucristo, no hacia el pasado, sino hacia el futuro. Y todos, los más animosos y los más desanimados, encontrar la fuerza para confesar cada domingo “espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
Esta confesión no es un ejercicio de inconsciencia o de negación de la realidad, es, al contrario, inteligente; así decía el Papa anteayer: “Creer no es renunciar a pensar, sino abrir la mente a una luz más grande, que viene de Dios y que nos permite comprender mejor el misterio del mundo y de nosotros mismos”. En la oscuridad, en la tiniebla, la luz de Dios da sentido e ilumina una vida nueva, que no se acaba. Los antiguos utilizaban dos nombres de Dios para explicar así la resurrección y la victoria de Cristo: luz y vida. Dios es luz y es vida, Dios nos da su luz para entrar en su vida.
La cuestión será, ¿vivimos para nuestra vida o para la vida de Cristo? ¿afrontamos y calculamos las cosas que queremos o hacemos pensando en esta vida o en la vida eterna? ¿qué hacemos para empeñarnos en estar con Cristo como Cristo se ha empeñado en que estemos con Él?
Estamos llamados a gritar a Dios desde lo más hondo de nuestra vida, desde lo más oscuro, para que tire de nosotros. La muerte no es lo más hondo, una vez muertos ya no podemos gritar, lo más hondo es el pecado. Necesitamos que la luz de Cristo y de su cruz entren en la tiniebla de nuestro pecado y generen en nosotros esperanza, tire así de nosotros y nos ayude a creer en la eternidad, a decidir para la eternidad.
Porque el Dios eterno ha entrado en el tiempo para que los que somos temporales seamos -por el bautismo- eternos.

