La relación de Jesús con sus discípulos sufre un punto y aparte en el evangelio que acabamos de escuchar. Como la energía, las relaciones no se crean ni se destruyen, sólo se transforman, y Jesús va a transformar la relación con los suyos después de aparecer por dos veces ante ellos en el cenáculo. Hasta hoy, Jesús les decía: “bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”. Pero, a partir de ahora, “bienaventurados los que crean sin haber visto”.
Este evangelio en el que unos ven y otro no ve, unos creen porque han visto y otro quiere creer pero necesita ayuda para ello, no puede creer sin ver, sino que necesita apoyo para poder realizar su deseo, marca el final de una etapa; hasta aquí ha llegado el tiempo de los testigos, y ahora empieza el tiempo de los creyentes. Los testigos son los que han tenido una relación natural con Jesús, los creyentes somos los que tenemos una relación sobrenatural con Jesús.
Una de las dificultades para los cristianos es empeñarnos en vivir las cosas con Jesús de forma natural, en vivir los sacramentos de forma natural, como quien hace cualquier otra cosa, cuando suponen un tipo de relación totalmente diferente, basado precisamente en lo que no vemos, y nos empeñamos en fiarnos de lo que vemos, en montar espectáculos visuales que nos engañan más que nos dan testimonio de la verdad.
Los discípulos ofrecen a Tomás la ayuda necesaria, pero Tomás aún se resiste: él ha sido un testigo, necesita seguirlo siendo, necesita la resurrección como parte de su testimonio. Nosotros no. Nosotros creemos en el testimonio de aquellos primeros testigos que nos dicen: “Hemos visto al Señor”. Y en la fe de aquellos, venimos a los sacramentos, no a un espectáculo.
¿En qué consiste la divina misericordia de Dios con nosotros? Nos lo decía la oración primera de la misa: “Dios de misericordia infinita, que reafirmas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido”. Su misericordia es que de su corazón abierto han brotado los sacramentos, dones de su gracia, en los que reconocemos al Señor, no lo vemos, pero creemos, y por eso somos bienaventurados.
Por eso, no se puede vivir una relación con Jesús si no es en la vida de la Iglesia. No se puede conocer a Jesús si no es en la vida de la Iglesia, ni se puede creer a Jesús sin la vida de la Iglesia. La referencia a la comunidad cristiana en la primera lectura se ve reafirmada en el evangelio de hoy: Tomás necesita al Señor, pero también necesita el testimonio de los discípulos, la primera comunidad, el núcleo más cercano a Jesús, para creer en Él. Hoy ya no se puede creer ni vivir como creyentes sin la Iglesia, nos guste esta mucho o poco.
Decía Benedicto XVI: “Permitidme que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él. Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros”. No sólo si creo en Jesús no puedo ir por mi cuenta, sino que si quiero creer en Jesús no puedo ir por mi cuenta.
Mi párroco, el Papa, la monja del colegio, el cristiano de la casa de al lado o mi padre serán unos cristianos más o menos ejemplares, como lo eran Pedro, Juan o Tomás, pero al margen de la Iglesia no hay fe, hay superstición, con capa de religión o sin ella.
Y eso significa no que me sé el Credo, sino que lo sé explicar y lo creo a pies juntillas; significa que celebro los sacramentos con la Iglesia, no a mi bola, los celebro enteros y como la Iglesia manda, no a mi manera; significa que vivo como la Iglesia enseña, ya se trate de compartir mis bienes o mi tiempo, de no derrochar lo que tengo, de defender la vida, de la visión de la Iglesia sobre las relaciones prematrimoniales o los métodos de reproducción sexual, de vivir el ocio en cristiano, de la caridad con el prójimo, de no hablar de otros a sus espaldas para criticar, de perdonar o pedir perdón, o de no hacer acepción de personas.
He ahí nuestro ser Iglesia, nuestro testimonio de Jesucristo, independientemente de que este convenza o no, que tampoco los once en el cenáculo consiguieron convencer a su propio amigo a pesar de estar una semana entera con él diciéndole que habían visto al Señor. ¿Cómo es mi vida en la Iglesia? ¿Mi fe busca ser coherente o es aparente? ¿Busco el consuelo en lo sensible o me fío de la Iglesia a pesar de lo que no veo o no siento?
Ha pasado el tiempo de lo inmediato, pasó de moda hace dos mil años: hoy, creer en Jesús, es por la Iglesia, y se hace como Él ha dejado, “porque es eterna su misericordia”.