Domingo de Pentecostés

8 de junio de 2025

Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés

Pentecostés era la fiesta judía que conmemoraba que el pueblo de Israel había recibido de Dios una tierra. Después de ser esclavos en Egipto y de vivir como nómadas por el desierto, habían alcanzado la tierra que Dios les había prometido, una tierra fértil, que daba sus frutos.

Por eso, Pentecostés, que no significa otra cosa que “cincuenta”, era un tiempo de cincuenta días que se abría, justo el día siguiente a la Pascua judía, ofreciendo a Dios los primeros frutos que había dado la tierra, y recordando así que lo que tenían no era mérito propio, sino un don de Dios, y se cerraba con una nueva ofrenda de los frutos de la tierra que eran entregados al sacerdote en el templo para agradecer a Dios la tierra nueva.

El número cincuenta estaba cargado de simbolismo para el pueblo de Israel, que estaba obligado por el Levítico a celebrar, cada cincuenta años, un año de jubileo, de perdón, de remisión de las culpas. Cada cincuenta años, en el año jubilar se perdonaban las deudas, se liberaba a los esclavos, como recuerdo de lo que Dios había hecho con el pueblo al sacarlo de la esclavitud en Egipto.

Por eso, es llamativo que la Iglesia, para el día de hoy, nos ofrezca este evangelio tan breve y sencillo que hemos escuchado: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Cincuenta días después de la Pascua, una semana de semanas después de la noche santa, en la que fuimos rescatados del pecado y de la muerte, Jesús aparece hoy a los suyos para recordarles por qué recibimos el don del Espíritu, porque hemos sido perdonados por Dios, santificados, y para qué recibimos el don del Espíritu, para perdonar a los demás sus pecados, santificarlos.

El número cincuenta, Pentecostés, nos recuerda que somos cristianos para descubrir la belleza de haber recibido el perdón de Dios: sin su perdón, por muchos, muchísimos méritos que nosotros creyéramos que hacemos, nuestro destino era la muerte eterna. Pero, perdonados por Él, recibimos la luz de la vida, y nos convertimos en portadores de esa luz.

San Atanasio de Alejandría decía: “Contando siete semanas a partir de Pascua, celebramos el santo día de Pentecostés, prefigurado ya entre los judíos. En tal época tenían lugar la liberación y la remisión de las deudas. Aquel día venía a ser, pues, un día de libertad”. Así, la fiesta del Espíritu es una fiesta de perdón y de libertad: nada da tanta libertad como poder perdonar. O mejor, sólo hay otra acción que libere tanto como perdonar, ser perdonados.

Por eso, el día de Pentecostés nos habla de la luz de pedir perdón. Todos los días deberíamos acostumbrarnos a pedir perdón, a Dios, pero también a los hombres. Ni un solo día deberíamos dejar de ser el eco del perdón recibido perdonando también nosotros. Las familias, las sociedades, la Iglesia, se construyen desde la experiencia espiritual de perdonar, una experiencia que afianza y une al cuerpo, que lo ordena frente a la tentación del caos.

El Espíritu Santo, el Paráclito, que lo llama el evangelista Juan, es exactamente eso, “el que está cerca”. Dios nos da su Espíritu para que estemos cerca, y descubramos que no podemos ser cristianos sin la Iglesia.

El Espíritu se nos da para vivir en la Iglesia, para formar la unidad de un cuerpo, no para poder avanzar por libre. Pentecostés nos da la fuerza para vencer la tentación de querer vivir la fe a mi manera, cosa que no es verdadera fe, y nos da la fuerza para superar el miedo a abrir nuestro corazón en la Iglesia, a comprometernos en ella, a asociarnos como una comunidad que vive y recibe el perdón de Dios y lo comunica siempre que tiene ocasión.

Está en la naturaleza de la Pascua, y en la de la Iglesia, perdonar y pedir perdón. El cristiano no es más libre por ir más a su aire, no nos miremos aquí con la mirada del mundo, así es más débil; necesitamos compartir nuestra fe, aprender a creer, desear perdonar, y todo eso se aprende en la Iglesia. Si queremos ser realmente libres de prejuicios, de modas, de rutinas sin sentido: el Espíritu Santo de Dios está cerca de nosotros para que estemos cerca de Dios y de los otros, y se construyan en nuestra vida una serie de relaciones estables y duraderas, porque la religión no son deberes externos y ocasionales, sino una relación, la vida de la Iglesia, la vida como receptores del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, “Señor y dador de vida”, vivifica al poner en comunión. Un cuerpo no es un conjunto de miembros vivos, no, cada miembro vive porque está unido al cuerpo. Ese es el matiz. La Iglesia no ha nacido porque un grupo de hombres decidiera unirse un día, no es eso lo que nos han dicho las lecturas, nació porque el Espíritu de Jesús suscitó la fe en el corazón de los discípulos y los unió al Cuerpo. ¿Vivo la Iglesia como morada de Dios con nosotros? ¿Ofrecemos y anunciamos el perdón de Dios? ¿Cuál es mi compromiso eclesial? ¿Me exige, o me he acomodado a él?

En un mundo que señala, que se aísla, que va a lo suyo, al cristiano le preocupa el otro, le perdona, se pone a su lado. Nosotros hemos sido redimidos, recibamos el Espíritu Santo para liberar y poner orden al mundo y a nuestro mismo corazón.