Decía en el siglo IV san Juan Crisóstomo: “¿Por qué estaban los lienzos colocados a un lado y el pañuelo doblado en otro? Para que te dieras cuenta de que no fue labor de hombres con prisa o nervios poner los paños en un lugar y el pañuelo en otro”. Ningún hombre ha hecho esto que ven María, Pedro y Juan.
Por eso, con lo que ven y con lo que no ven, Juan cree. Los signos nos animan a creer, a dar el salto de la fe, nos sitúan ante una frontera de libertad nueva, desconocida, no sometida a lo que vemos, sino capaz de llevarnos de lo que vemos a lo que escapa a nuestra vista pero es regido por el único que es: el autor de la escena que Juan contempla en el evangelio de hoy.
Solamente la fe permite a Juan descubrir que se encuentra ante algo nuevo, un avance superior para el hombre y su existencia, incomparable, inalcanzable para un desarrollo científico fuera de la imaginación de aquel joven pescador: existe un poder transformador en el mundo que no viene de los hombres, viene de Dios.
La resurrección de Jesucristo supone un nuevo paradigma desde el que entender la vida, uno que Jesús ya nos había dejado hace quince días: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna”. No es difícil pensar que, cuando Juan escribió eso, tenía en su mente la imagen imborrable del sepulcro vacío.
Podía haber estado vacío por muchas causas, pero ya el Crisóstomo nos orientaba. El poder de resucitar de Dios destruye el límite de esta vida, la idea de que esto es lo mejor que podemos tener, de que hay que ambicionar en el presente porque no hay futuro: el mundo considera que para ser eternos hay que cuidarse mucho y dieta sana. Reservarse. O hacer algo muy grande o ser famosos, aunque sea por algo malo.
Jesucristo nos ofrece una gran novedad: para ser eternos sólo hay que entregarse confiadamente a Dios. El Espíritu Santo, “Señor y dador de vida”, ha resucitado al Hijo de Dios por voluntad del Padre. El que ha conseguido una vida, eterna y diferente, ha sido el Señor. “Es el Señor quien lo ha hecho, su diestra es excelsa. Ha sido un milagro patente”.
Por eso, en la mañana de Pascua, la Iglesia aprende a contemplar todo lo creado de una forma nueva, es una nueva creación, la luz, las criaturas, el hombre, todo ha sido renovado porque lo que parecía poder era vano, lo que parecía fuerte, la muerte, era débil, lo que parecía débil, el hombre, ahora puede ser eterno por Cristo. Nuestra vida se enfrenta ahora a una lucha constante entre vivir sin fe, vivir sin Pascua, vivir sin el Resucitado, o ver los signos y creer, la vida nueva que ridiculiza nuestra ambición y le ofrece la libertad de seguir al Señor viviente, al Señor de la historia.
Juan entendió que la tumba vacía, las sábanas… estaban ahí por mano de Dios, y que era de su incumbencia. Que ya no se podía desentender. Él, pobre pecador, no podía vivir al margen de Jesús. Y nos lo cuenta porque así espera Dios que nos suceda a nosotros… Cristo tiene el poder de transformar las vidas, de convertir vidas de muerte en vidas eternas, vidas sin esperanza, como aquella mujer y aquellos discípulos, en testigos, personas de esperanza, personas de Pascua.
Cristo nos pone ante un montón de cosas que nos vienen mal, que no nos encajan, que nos exigen lo que no esperábamos, como un sepulcro vacío, y nos plantea mirarlas desde la fe. Y entonces, a ver le seguirá creer. Y a creer le seguirá una vida nueva. Así, los antiguos cristianos, comprenden que si maravilloso fue el poder creador de Dios, mucho más maravilloso, insuperable, es su poder recreador. El poder de hacer nuevas las cosas, las intenciones, las relaciones, las personas, el poder de mejorarlas.
Tenemos ante nosotros un sepulcro vacío: ahora, ¿aceptamos que Dios lo domina todo, la vida y la muerte, o nos enfadamos? ¿aceptamos que Dios nos llama a recrear nuestra vida, o seguimos como si nada? ¿nos dejamos recrear, recrear nuestras palabras, nuestros hábitos, nuestras comodidades, nuestra perspectiva, o seguimos pensando que nada ha cambiado? Si maravilloso fue el poder creador de Dios, aún más maravilloso es su poder recreador, que se ha mostrado en el día de Pascua. ¿Cómo hemos vivido estos días santos? Ante el sepulcro vacío, ¿nos han merecido la pena?
Nuestra vida es pasajera, también nos alcanzará, un día, un sepulcro: ¿Vamos, como Juan, bautizados, creyentes, o aferrados a nosotros mismos? ¿Qué retrasa mi vida de discípulo? ¿Qué hace mi andar más lento? Las cosas no resucitan, resucitan los bautizados: ese es el mensaje de la Pascua. También en nuestro último día habrá un sepulcro vacío. Al ver el sepulcro del Señor vacío, Juan creyó que también su sepulcro se vaciaría el último día. Que la muerte había perdido su poder. Que ahora todo era diferente, que las prioridades cambiaban, que el Señor iba a ser lo primero. ¿Qué no tiene que ser lo primero?
No os quedéis en el sepulcro, que está vacío, ni en tantas realidades aparentes, están vacías. Elegid lo primero al Señor, sin disimulo, confiad en Él y dad testimonio del que vive. Desde hoy.