Domingo II de Pascua

27 de abril de 2025

Domingo II de Pascua

Domingo II de Pascua

¿Qué pensaría Tomás cuando, después de la muerte del Señor, del drama que vivían los discípulos esos días, escondidos y llenos de miedo, al entrar en la casa se encontró a todos alegres y afirmando que habían visto al Señor? ¿Les creería? ¿Quizás sería más fuerte el desconcierto, la decepción por no haber estado él con ellos? ¿Qué lo llevaría a declarar que no iba a creer si él, no sólo veía como los otros sino que, además, tocaba las heridas de la pasión?

Si tiramos un poco más del hilo, ¿por qué ellos sí lo vieron resucitado y nosotros no? ¿por qué ellos recibieron esa ayuda para su fe pero nosotros, que notamos en muchos momentos que nuestra fe se debilita, no recibimos el mismo refuerzo?

Jesús enseña a sus discípulos hoy que hay una seguridad superior a ver algo: creerlo. Hay una certeza mayor que la visión, la fe. Por afinar: en todo lo que no es ciencia exacta, en la vida, hay un conocimiento más alto y firme en el que cree que en el que ve.

Dentro del plan de Dios estaba que los que Él había elegido como sus discípulos estuvieran con Él desde el principio de su misión y hasta su despedida al cielo. Por eso, los discípulos tenían una necesidad de ver a Cristo resucitado superior a la nuestra. Nosotros no hemos visto su vida, no lo hemos acompañado, no hemos padecido con Él. Pero ellos sí.

Ellos debían completar toda esa visión para poder dar testimonio. Nosotros tenemos fe no porque nosotros hayamos visto al Señor curar, morir, o aparecer, sino porque ellos sí lo han visto y nos lo han contado. Y nosotros recibimos un auxilio superior: creer que así ha sucedido.

Ciertamente, el testimonio de unos y de otros, puede a veces ser un obstáculo que no ayude a creer, sino más bien a dudar, pero Dios provee, y no entrega su fe solamente en función de nuestros méritos o aciertos, sino que lo hace por su gracia, por pura libertad y generosidad hacia nosotros.

En Tomás tenemos el escalón intermedio, el paso entre la visión y la fe, la pedagogía por la que Jesús instruye a los suyos. Son más felices, más bienaventurados, los que han creído aunque no han visto al Señor.

¿No preferiríamos nosotros haber estado allí, haber visto sus milagros en Galilea, sus discursos, incluso haber seguido su pasión? Pues dice Jesús que no, que nuestro conocimiento es más elevado. Tomás tenía que ver como los otros, porque había visto lo que los otros, pero una vez que ellos pudieron constatar, incluso metiendo los dedos en las heridas de la pasión, que era ciertamente Jesús el que vivía, ya nadie más necesitaba esos datos, ni ese uso de los sentidos.

Desde entonces, y durante veintiún siglos, los cristianos ya no vemos así a Jesús. A quien ha visto, ha sido por pura liberalidad de Dios, pero la casi total mayoría vivimos caminando en la fe, no en la visión de Jesús en sus signos mortales.

Para nosotros se nos han dado los signos sacramentales, en los que viendo una cosa, reconocemos otra. Esto puede parecer una dificultad, y sin embargo es una necesidad: la fe verdadera es la de quien cree sin ver. San Juan de Ávila dice: “¿Sabes que la fe viene por el oído? Si lo veis, daos por despedidos de la fe”.

Esta es la fe superior, y en ese sentido nos afecta a nosotros, porque no está atada a ver algo puramente físico, ni a apariciones ni a exotismos. A veces parece que si no hay cosas raras, llamativas, en nuestra fe, es menos fiable… ¿por qué creemos nosotros? Sencillamente porque aquellos discípulos han visto, nosotros no vemos para poder creer.

Las circunstancias de nuestra vida afectan a nuestra fe, nos pueden ayudar a creer o no, como le pasa al mismo Tomás: cuando no ha estado con la comunidad, en realidad ha estado más lejos de creer, ha necesitado quedarse en ella para poder ver al resucitado. Y esto nos da una pista importantísima para nosotros: cuando nuestra fe se debilita, o para que nuestra fe no se debilite, es crucial tener una comunidad de fe, unos cristianos de referencia, que nos sostengan en nuestra decepción, en nuestra duda. Porque el tentador nos hace pensar que lo que vemos es toda la realidad, y que en caso de duda, mejor ir saliendo, por si acaso, necesitamos una comunidad cristiana que crea, más profunda, más firme. Eso es la Iglesia. Esto es muy importante para todos, más para los jóvenes.

Proliferan en estos días los programas de televisión a los que la fe y la Iglesia les importan un pimiento, que todo lo que quieren es hacer circo y banalizar lo serio: atravesemos lo superficial, no seamos incrédulos, como todos los que en este momento se dejan llevar por lo aparente, por lo sentimental, por lo anecdótico, la quiniela; nosotros seamos creyentes, y eso hará crecer nuestra fe en los momentos complicados que vivimos, alejados de la palabrería, seguros en la oración.

Aprovechemos para dar gracias a Dios por la Iglesia, porque incluso en momentos de tristeza o debilidad, ella tiene la certeza que nos comunica y alegra: el Espíritu Santo, don del Resucitado, que Él mismo ha insuflado sobre los apóstoles y sus sucesores, los obispos.