Volvemos a escuchar hoy el evangelio que escuchamos el día de Navidad por la importancia de la afirmación de Juan, el centro del mensaje de este tiempo, que el Verbo, la Segunda persona de la Santísima Trinidad, se ha hecho carne, ha habitado entre nosotros.
Este Verbo es llamado en la primera lectura, en el Antiguo Testamento, Sabiduría de Dios, y es una persona. Si releemos la primera lectura y el evangelio, y sustituimos Sabiduría y Verbo por Jesucristo, descubrimos el significado pleno de los dos pasajes.
Pero utilizar Verbo y Sabiduría para hablar del Hijo tiene una connotación más que nos da la segunda lectura: “Él nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos”, decía san Pablo.
La inteligencia, la Sabiduría de Dios, el Verbo encarnado que ha acampado entre nosotros lo hace por un deseo eterno del Padre: quiere que nosotros seamos sus hijos. Navidad no va de que seamos alguien importante, rico o influyente, no es que alcancemos todos nuestros sueños y deseos: su plan, y por tanto la lógica de la Navidad es que Dios “nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos”.
Y quiere convencernos para que aceptemos. No nos lo quiere imponer a la fuerza, nos ha dado la libertad para poder elegir bien. Por eso no quiere venir a lo grande desde el principio, por eso no aparece en el mundo como un gran dominador, un personaje majestuoso de apariencia perfecta, de apolínea belleza, ni un respondón sabelotodo: no se manifiesta como una fuerza irresistible ante nosotros.
La Sabiduría divina elige el camino de la debilidad. La Inteligencia creadora, la fuerza más poderosa y activa, que existe desde antes de que la historia comenzara a ser “arraiga en la porción del Señor”, en la tierra de Israel, para intentar convencernos con semejante muestra de amor de que quiere llevarnos a Dios como hijos suyos.
La Sabiduría de Dios elige venir a nosotros como débil. Si viniera fuerte no lo querríamos a Él, sino que querríamos su fortaleza. Si viniera poderoso o rico, no lo querríamos a Él, sino su poder o su riqueza. Por eso su debilidad se convierte en el filtro entre la fe y el interés.
Así que la debilidad es el lugar de encuentro de Dios con nosotros: quien quiera ser hijo tendrá que aceptar esta debilidad de Dios, que es una actitud en su vida. Se junta no con los más fuertes, ni con los más poderosos, ni con los más influyentes.
¿Qué nos dice todo esto? Mientras que nosotros buscamos el favor de todos, el mando, lo llamativo, por las buenas o por las malas; mientras que nuestro mundo se mueve en criterios de poder, de privilegios, de atajos… la Sabiduría divina nada de eso: la debilidad como camino, como elección frente a lo espectacular. Jesús no buscará el aplauso de todos, ni siempre, ni en todas las cosas, porque Él confía en Dios. Ser débil aquí significa confiar en el camino de Dios más que en los nuestros. La Sabiduría elige la debilidad para llevarnos a Dios. ¿Busco ser fuerte ante Dios y las cosas de Dios, o me fío? ¿Me relaciono con los demás por el camino de la fuerza o de la humildad? ¿Me posiciono por encima de los otros, con autosuficiencia, o, como hace Dios en Navidad, desde la confianza? En el camino de la fe descubrimos la debilidad de la fuerza, la Navidad nos muestra la vanidad del poder, ni Dios la elige para mostrarse.
¡Cuánta luz necesitamos para acoger el camino de Dios, cómo nos gusta simplificarlo, reducirlo a un hecho aislado, caprichoso de Dios, en vez de entrar en su misterio! La Navidad del mundo es muy diferente de la Navidad de Dios, pero la de Dios está llena de Sabiduría. A nosotros, creyentes, se nos llama a vivir esta forma de debilidad tan fuerte y misteriosa que nos hace hijos de Dios.