El monte Sion, que aparece en dos de las lecturas de hoy, es una pequeña colina situada al oeste de la ciudad vieja de Jerusalén, fuera de las murallas. Allí estaban la ciudad desde la que reinó David, que ahora está siendo desenterrada por los arqueólogos, y su palacio de justicia.
Sion era, por lo tanto, el lugar donde había nacido un pueblo, fuerte, unido, reflejo del poder de Dios. Allí, después, se refugiaron los que quedaron cuando la ciudad fue arrasada antes del exilio a Babilonia, y por lo tanto fue el lugar donde, en pobreza, de forma oculta, se mantuvo la memoria del Dios de Israel cuando el Templo santo fue destruido. ¿Cuál es la alegría que le anuncia el profeta? ¿Quién es esa hija de Sion?
En un principio, era un anuncio de la vuelta del exilio, de la reconstrucción de la ciudad, de la presencia de Dios de nuevo con ellos, que el profeta Sofonías llama el día del Señor, y su victoria sobre la maldad y la indiferencia.
Eso es el día del Señor hoy, pero, ¿a qué se refería el profeta Sofonías con “el día del Señor”? ¿por qué era un día de alegría? El monte Sion se convirtió en un barrio triste de la ciudad santa, allí quedaron los derrotados, los que no fueron llevados al destierro porque no tenían habilidades o poderes que interesaran a los babilonios, los que no contaban para nadie.
En su pobreza y abandono, sólo les quedaba Dios como riqueza, y decidieron permanecer fieles a Dios viviendo allí pobremente antes que creyendo en los dioses paganos para ganarse el favor de sus invasores. A estos los llama la Escritura “el resto de Israel”. ¿Qué haríamos nosotros en esa situación? ¿Hacernos amigos de los enemigos de nuestro Dios o renunciaríamos a prosperar socialmente por creer en Yahveh? ¿Qué vemos hoy en Siria, en Sudán, en Nicaragua?
Su alegría es que el profeta les anuncia que Dios iba a venir de una manera insospechada en medio de ellos. Así lo anuncia también Juan el Bautista, que por fin aparece en este Adviento: “el que viene es más fuerte que yo, bautizará con Espíritu Santo y fuego”. El fuego es una imagen total, porque o purifica o destruye.
Pero, además, Juan cita al profeta, con el hacha y con el bieldo, precisamente para mostrar que su cercanía es algo definitivo. Juan ofrece una esperanza definitiva, que supera todo miedo, y, por lo tanto, trae libertad. ¡Cuánto miedo hay en el mundo, miedo a perder lo que se tiene, a no saber sufrir, a no ser influyente, a no dominar! Pero, la audacia del Espíritu es que Dios se va a servir de una joven hija de Jerusalén, de una hija de Sion, para llenar de esperanza a los hombres. La tradición de la Iglesia llamará a María la hija de Sion. ¿Nos hace libres el hecho de creer en Jesús? ¿Puedo reconocer su llamada a hacer elecciones definitivas, fuertes, valientes? ¿Descubro en mi vida el misterio del Dios que aparece en lo pequeño, en lo débil, en lo escondido? Todo eso brilla en María.
Con esperanza uno se plantea, como en el evangelio, “¿Qué debemos hacer?” Primero está la acción de Dios, trae la esperanza, la trae en lo pequeño, y seguida está la respuesta de los hombres, lo que nosotros podemos hacer con Dios. Quien no se plantea hacer nada, quien sólo busca justificarse, quien sólo se lamenta por las dificultades de la vida, aún no ha descubierto a Dios ni su esperanza, porque la esperanza se forja en la dificultad; esperanza no es que todo sea sin problemas, sin contrariedades, es en medio de ellas. Sin esperanza, no habríamos visto reinaugurar Notre Dame estos días atrás, la esperanza permite sobreponerse en la oscuridad, en el desastre.
Por eso, la alegría no es porque todo nos vaya bien, todos hagan lo que yo considero que está bien, en mi casa, en el trabajo, en la sociedad. La alegría no es un optimismo ciego, no es impuesta, no nace de la voluntad, es la actitud que nace de la verdadera esperanza, que es Dios con nosotros, en medio de lo que sea. Así se entiende a san Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. Nada os preocupe”. Necesitamos practicar para que esta alegría, esta esperanza, venza nuestros sentimientos pasajeros, nuestra natural desconfianza, nuestro cansancio. ¿Quién me ayuda a encontrar la alegría y la esperanza? ¿Sé diferenciar la acción de Dios de un resultado favorable?
Con la de dificultades que la vida nos presenta hoy, hagamos por buscar la luz de Dios, que entre la adversidad, la pobreza y el silencio es elocuente y profunda.