Domingo III Pascua

4 de mayo de 2025

Domingo III Pascua

Domingo III Pascua

De las heridas más difíciles de cerrar son las provocadas por la desconfianza. Crean una distancia tan grande entre las personas, que incluso las más cercanas antaño se vuelven hogaño irreconocibles: los mismos discípulos que salen a pescar no son capaces de reconocer al extraño en la orilla. Su muerte los había llevado tan lejos que, dice Juan, “no sabían que era Jesús”. Cerrar las desconfianzas abiertas, por la debilidad propia o ajena, es un trabajo titánico, insuperable en ocasiones para nosotros.

Jesús, en cambio, con su actitud bondadosa y constructiva, ayuda a sus discípulos a superar la desconfianza que en ellos mismos se había instalado. “Su cólera dura un instante, su bondad de por vida”, dice el salmo. A nosotros no se nos va el enfado tan rápido. Ni nos viene el perdón tan súbito.

La Iglesia llama al tercer domingo de Pascua “de las apariciones”, porque siempre el evangelio es una de las veces que el resucitado se presenta a sus discípulos vivo, para devolver a los suyos la confianza en la verdad de su resurrección y de su mensaje, pero también para fortalecer la debilitada autoconfianza por no haber creído en el Señor en la dificultad. Hace así con todos, pero si el domingo pasado Jesús lo hacía de forma particular con Tomás, hoy lo hace con Pedro.

Pedro, que en la última cena juntos antes de su muerte le frenaba para que no le lavara los pies, que le prometía una fidelidad rota a continuación por tres negaciones, Pedro necesita que Jesús le ayude a restaurar su confianza herida de muerte, tentada de volver a la pesca de antes, no a la de quien ha conocido a Jesús. Si en Tomás podíamos encontrarnos nosotros tantas veces reclamantes, exigentes de lo que es un don, también en Pedro, confiado en su poder, en sus fuerzas, en su propia iniciativa, podemos reconocernos fácilmente.

Pedro y Jesús no quedaron en paz antes de su muerte, y ahora, cumplida la Pascua, Jesús quiere reanimar a Pedro, quiere hacer con él lo que decía el salmo: “cambiaste mi luto en danzas”.

Y así la Iglesia nos enseña una vez más que el cristianismo no es una religión de paso el domingo por la mañana, de cumplir a mi manera, sino en la que Dios ofrece una profunda relación a los hombres. Y su fundamento es la victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso, Jesús busca rehacer la relación de confianza con los suyos.

Jesús sabe que el camino para que Pedro y compañía sean pescadores de hombres pasa porque vuelvan a confiar en Él y en su palabra, pasa por restaurar la debilidad que el pecado ha sembrado en ellos, la duda que su incapacidad ha dejado en sus animosos comienzos. ¿No es esto algo habitual también en nosotros? ¿No empezamos nosotros con fuerza y luego aflojamos? ¿O querer reducir nuestra relación con Dios y con la Iglesia porque algo no ha ido bien? ¿El limitarla a algo superficial y básico porque algo no nos gusta, porque no queremos confiar, o incluso porque nuestra debilidad nos quita fuerzas, nos hace pensar que no vamos a poder seguir a Jesús, que no lo vamos a conseguir? Es como hacer depender de nuestro kit de explorador intrépido la confianza que un gran apagón nos ha hecho perder.

A Pedro, todas esas heridas le llevan a no decir a Jesús que lo ama, que es mucho decir, sólo le puede decir que le quiere, que es algo más humilde y realista. Si Pedro, el primero de sus discípulos, sólo puede decir que le quiere, ¿qué le diremos nosotros?

Es tan importante que los cristianos trabajemos cada día nuestra confianza en Dios, y por Él en nosotros mismos, para poder, como decían en la primera lectura, “obedecer a Dios antes que a los hombres”, para poder vivir el evangelio, para ser cristianos, en definitiva.

Nuestra fe católica es, ante todo, pascual, y eso significa que es restauradora. Nuestra actitud con los demás ha de ser también restauradora, que lo pone fácil a los demás, que no pone trabas por anticipado y las mantiene sin fundamento, que perdona, que acoge, que busca el bien y la comunión. Porque así ha obrado Jesús con Pedro, y así hace con nosotros.

Jesús busca para ello una situación magnífica: las orillas del lago Tiberíades, a primera hora de la mañana, donde las luces de la aurora son impresionantes. Esa aurora nos dibuja los primeros trazos de la Pascua eterna. Lo que hacéis almorzando conmigo, lo haréis eternamente, juntos, en paz. Si nosotros somos de venir a misa, de apuntarnos a comulgar, de comer con Jesús, nosotros debemos ser tipos de comunión, de bondad y perdón. La religión no es una cosa guay, moderna, simpática, es una relación que busca lo mejor de Dios en nosotros y transforma el mundo.

Nosotros vivimos diferentes vidas, tenemos diferentes gustos y planes, pero nos señala y nos une la capacidad reparadora: nosotros no hacemos brechas, no dividimos, deseamos y buscamos la comunión. ¿Cuáles son mis actitudes en la vida? ¿Divido para mi beneficio, perdono, restauro?

Esta semana tendremos un nuevo Papa, el papado es un signo de comunión, el más importante para los católicos. Pidamos al Espíritu Santo una dócil acogida del nuevo sumo pontífice, para que apaciente sus ovejas y nos conduzca a la plena comunión, con bondad y amor.