Domingo III Tiempo Ordinario

26 de enero de 2025

Domingo III Tiempo Ordinario

Domingo III Tiempo Ordinario

No sé si alguna vez se han fijado en cómo terminamos la proclamación de las lecturas en misa: “Te alabamos, Señor” o “Gloria a ti, Señor Jesús” supone un reconocimiento de la presencia de Dios, que es Jesús el que nos habla, nos dirige su palabra, nos comunica algo.

La tradición judía y muchas familias litúrgicas al terminar cada lectura de la palabra de Dios responden como hemos escuchado en la primera lectura: “todo el pueblo respondió con las manos levantadas: «Amén, amén»”. Que, al final de las lecturas, la respuesta de la asamblea sea “Amén” es reconocer que esa palabra se cumple, que lo que se ha dicho queremos que pase, que se realice en nosotros.

Por el contrario, vivimos un tiempo en el que lo que nos importa de la palabra que se nos dirige es que sea motivadora, que apele a nuestros sentimientos y los mueva hasta el punto de hacernos creer que nuestras palabras y deseos pueden transformar, o al menos ponerse por encima, de la realidad. Discursos, conferencias, son hoy casi más importantes si tocan nuestros sentidos, nuestros afectos, que si lo que dicen es o no verdad.

Frente a eso, Jesús, fiel a ese “amén”, proclama la palabra de Isaías en el evangelio y dice: “hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. No hay más motivación en su discurso que su presencia, que la verdad de su acción. Hoy la palabra que se emplea en charlas, medios de comunicación, redes sociales, busca persuadir, impactar; Jesús con su palabra busca ofrecer la luz, el esplendor de la verdad.

Es una palabra que se hace verdad, que dice verdad: ante la palabra de Jesús podemos responder con el salmo: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”. Tus palabras tienen que ver con la vida, no sólo con cómo me siento hoy o qué me gustaría escuchar. Van más allá de mi fuerza, que creo inamovible, van a algo más profundo. Hay una pedagogía en lo que decido o no escuchar: cuando no buscamos la Palabra de Dios, nos acostumbramos a no buscar una palabra de verdad, sino una respuesta afirmativa, que nos levante no por lo correcto sino por lo que nosotros queremos; somos esclavos de lo que queremos, pero la Palabra de Dios nos libera.

Concluía Nehemías a su pueblo: “No estéis tristes, porque la alegría del Señor es nuestra fuerza”. La alegría, la verdad del Señor, esa es nuestro refugio. Le hemos perdido el peso a la Palabra que se proclama en misa cada día, ¿la preparamos en casa antes de venir, la escuchamos con atención, mantenemos a la familia atenta a la palabra del Señor? ¿nos vamos masticando, rumiando, comentando la Palabra de Dios que se nos ha proclamado, o salimos “a otra cosa, mariposa”?

La palabra de Dios no es un trámite en la misa, es nuestra alegría. ¿De dónde pensamos que nos viene la fe? La fe no nos la proveemos nosotros cuando nos hace falta, como el que abre una despensa y coge algo. Viene de la palabra de Dios, y sin ella, la comunión eucarística es, como poco, un gesto ambivalente, un acto creyente o posiblemente una superstición. Y la prueba del algodón de que eso es así, es nuestra vida. Nosotros cambiaremos a mejor gracias a la eucaristía si la Palabra de Dios abona nuestra tierra, nuestra conciencia.

Nos sabemos de memoria las noticias de la semana, de Sánchez, el Ibex 35, la clasificación de la Champions o el último post de nuestro influencer preferido: ¿y la Palabra de Dios? ¿la recuerdo en mi corazón cada día para obrar bien o para no obrar mal?

El pueblo de Israel lloraba, se emocionaba, al volver a escuchar la Palabra de Dios en el templo. Habían pasado más de cien años desde que la palabra de Dios resonara por última vez en aquellas cuatro paredes, más de cien años sin escuchar juntos la Palabra de Dios, y ahora, después del exilio, después de reconstruir el templo, después de recuperar los rollos de la Ley, al volver a escucharlos, se daban cuenta de cómo habían estado de perdidos y de cómo necesitaban esa palabra. ¿Me siento perdido cuando no escucho la Palabra de Dios? ¿Contrasto mi vida, mis cosas, con la Palabra de Dios, para encontrarme? ¿Qué genera en mí escucharla cada domingo?

Cuando la humanidad se debilita, cuando nuestras actitudes más humanas y encomiables se ven flojas ante las adversidades, ante el desgaste del día a día, ante el egoísmo de la sociedad, la Palabra de Dios nos fortalece, saca lo mejor de nuestra humanidad. Porque nuestra vida está construida con esa Palabra. Todos sabemos que si escuchamos la Palabra de Dios nos complica la vida, todos lo sabemos, pero nos enseña a obrar en conciencia, y eso es bueno, nos hace personas verdaderas y justas, de confianza: ¿qué hacemos? ¿abrimos la Biblia o somos autosuficientes?

La Iglesia dedica este domingo a recordarnos la importancia que tiene la Palabra de Dios en nuestra vida: ¿la tiene? ¿Cómo, en concreto, lo sé? Sí, como dice Nehemías, debemos, al escuchar la Palabra de Dios, estar felices, hacer fiesta, comer hoy un buen postre y, además, invitar a otros. Pero sí, también, como dice san Lucas, debemos investigar diligentemente la Palabra de Dios para que sea ella, y no nuestros deseos, la que le dé solidez a nuestra vida, de tal forma que la palabra que más repitamos a lo largo del día sea esta: “Amén”.