El evangelio que acabamos de escuchar es un pasaje maravilloso que, sin embargo, deja siempre sentimientos encontrados. Si lo comentan en casa, o al salir de misa, lo podrán comprobar fácilmente. Ya le sucedía a Jesús, cuando acogía a los pecadores o comía con ellos, que en unos generaba esperanza y en otros, murmuración.
San Lucas, aquel griego converso al cristianismo, quiere reforzar la idea de que Jesús nos ha traído la misericordia del Padre, y quiere acoger a todos en su casa, si se deciden a ir. Y eso es una gran alegría también hoy, en esta vida llena de dificultades y preocupaciones.
De hecho, la antigua Iglesia llamaba a este domingo IV de Cuaresma, domingo de laetare, es decir, de la alegría. El IV domingo supone ya tres semanas completas, más de veinte días de Cuaresma, ya hemos pasado el ecuador de este tiempo, eso es una alegría. Además, antiguamente, durante la Cuaresma, sólo se hacía una comida al día. Llegaba este cuarto domingo y la Iglesia, para animar a los cristianos a perseverar, permitía hacer en él más de una comida.
Por eso el salmo que hemos rezado hoy: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. El Señor nos alimenta, nos permite comer más hoy: ¡Qué bueno es! Ciertamente, nos queda ya tan lejos el Miércoles de Ceniza, aquellos primeros propósitos… ¿cómo empezamos la Cuaresma? Miramos hacia atrás y no vemos nada. Pero si miramos hacia delante, la Pascua queda lejos, aún a tres semanas… es la crisis de la mitad de la Cuaresma.
Así, la Cuaresma es imagen de la vida: a la mitad de la vida, se ha perdido ya la inocencia del principio, el pecado nos ha vencido en tantas ocasiones en nuestros buenos propósitos, hemos experimentado la decepción por nuestras malas acciones, malas respuestas, omisiones… nos hemos caído, levantado, caído… y entonces la Iglesia nos dice hoy: No ves el final, pero ya puedes comerlo. No ves la Pascua, pero mira a Israel, atraviesan el desierto, llegan a la tierra prometida, el maná se acaba y comen de verdad. Mira al hijo pródigo, alejado del Padre, separado de Dios, volvió a casa y fue revestido y alimentado: “¡estaba muerto y ha revivido!”
Existe un riesgo grande de acomodarse y parar. La vida cristiana ha venido tan a menos que existe la tentación de decir: No llego, me conformo con lo que tengo. Me quedo con el maná. Podríamos pensar: mi vida cristiana ya está hecha. Ya tengo mis compromisos hechos con Dios, para qué complicarme. Una vida que no busca avanzar, crecer, la Pascua, empieza a morir, a apagarse la fe.
Como el hijo mayor de la parábola, en casa pero perdido, no entiende dónde está, cree necesitar sus caprichos para poder sentirse hijo. Necesita una crisis claramente: la crisis no implica la necesidad de irse, como al hermano pequeño, la crisis puede venir al ver que otros vuelven, y que eso suponga un replanteamiento de la vida de fe: porque a veces nos sentimos justificados con lo que hacemos, como si tuvieran que darnos las gracias por venir a misa, por ejercer la caridad, por rezar a Dios.
Si pensamos que es así, necesitamos una crisis como la del hermano mayor, que le permita romper su imagen de sí, que no es de hijo sino de siervo, para descubrir la imagen verdadera de lo que es ser hijo, y reconocer que no hay lugar más bello en el mundo que la casa del Padre, que tendríamos que prolongar todo lo posible el estar aquí, el venir a misa sin salir huyendo, el dar gracias por tener un lugar y una facilidad para el culto, por tener hermanos que celebran con nosotros, que se alegran, porque a veces no parece que nos alegre venir. Vivimos como hijos mayores demasiado tiempo…
Y necesitamos peregrinar, avanzar, crecer en la certeza de ser hijos amados del Padre, que vivimos en el lugar más bello del mundo por pura gracia, y que por pura gracia “todo lo mío es tuyo”.
Una fe en la que elegimos ser prácticos –y ser prácticos es: no estoy a gusto, “dame la parte de herencia que me toca”– se enfrenta de lleno con una apuesta plena por la fe: querer ser auténticos, vivir en la Iglesia, afrontar las dificultades, peregrinar, profundizar, creer más y mejor.
Por otro lado, una fe vivida a medias no es una fe vivida, es una fe perdida. Un ejemplo de fe vivida a medias es: A mí, siempre aquí, “nunca me has dado”. Es una fe que está pensando en la recompensa constante, en el aplauso, y así no se acoge con amor el deseo de mejorar, de cambiar desde los propios errores.
Pero el padre de la parábola sale al encuentro de los dos hijos, a por uno y otro, los acoge como vienen, y el encuentro genera alegría… o no. Toca elegir. Dios no quiere que vayamos a lo nuestro, ni que nos quedemos a mitad de camino. ¿Qué tengo a medias? ¿En qué tengo que implicarme? ¿Qué debo hacer más en serio?
La vida de fe parece difícil, pero nunca nos detengamos. Perseveremos con pasos de conversión que nos acerquen a la bella santidad de la casa de Dios.