Domingo Sagrada Familia

29 de diciembre de 2024

Domingo Sagrada Familia

Domingo Sagrada Familia

San Agustín de Hipona, san León Magno… muchos padres de la Iglesia de los primeros siglos explican la Navidad como un admirable intercambio. En la Navidad, Dios asume la naturaleza humana, se hace hombre, uno como nosotros, y lo hace para darnos a nosotros la naturaleza divina, es decir, para que podamos ser Dios. Es admirable porque Dios acepta “perder” aparentemente en el negocio para que nosotros podamos recibir de sus beneficios, de lo que Él es.

Este intercambio se produce en un ámbito providencial: una familia. Jesús aparece en una familia humana. Tal es así que María puede decirle a Jesús: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Una madre, un padre, un hijo. A cambio, nosotros podemos decir que somos en verdad hijos de Dios: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”

Así, Dios ha hecho con nosotros un intercambio familiar: no lo ha hecho para quince días o un mes, ni siquiera para un verano entero; se ha comprometido para toda la vida. Jesús es familia de José y de María, nosotros somos familia de la Santa Trinidad. El hogar de Jesús son José y María; nuestro hogar es la Santísima Trinidad, por eso decíamos en el salmo: “Dichosos los que viven en tu casa, Señor”, en la tuya, el cielo.

La manera, además, de hacer ese intercambio eficaz es mantener el vínculo originario: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” Ni Jesús deja su ser Dios cuando nace de María, ni nosotros renunciamos a nuestra humanidad para ser Dios.

Eso hace muy importante la manera en la que afrontamos nuestra humanidad: cuanto más humanos somos, más capaces de recibir lo divino estamos. Y al contrario, cuando nuestra humanidad se encoge, más difícil se nos hace acoger lo divino. Lo vemos también en Jesús, la manera de ser plenamente humano es no dejar de ser Dios.

Así que ¿tengo que despreocuparme de mi humanidad por ser hijo de Dios? ¿debo vivir a lo mío, al margen de los hombres, por el hecho de tener fe? Evidentemente, no. Jesús se muestra hoy en el evangelio como el que busca vivir y ofrecer plenamente su divinidad por medio de su humanidad. Hace de ella un medio para ofrecernos a los hombres la verdad de Dios.

En nosotros, cuanto mayor deseo y esfuerzo hagamos por entregar, por compartir, por vivir lo que somos, más fácil nos será recibir y acoger a Dios en nuestra vida cada día. Así sucede con Jesús: Él vive plenamente su relación con su madre, a la que escucha, responde, obedece, y se somete a José, que aun no siendo su padre natural, ha sido puesto por su Padre celeste para ejercer esa misión.

Y dice san Lucas: “Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos”. Hace dos días, Jesús era el rey al que tenían que adorar los pastores y todos los ángeles de Dios. Hoy se somete a la autoridad de papá y de mamá, que le llevan del Templo donde quería estar, a casa. Es inabarcable el misterio del Dios hecho hombre.

La familia es un ámbito precioso, inigualable, en el que podemos vivir nuestra entrega como camino donde encontrar a Dios. Es un don que Dios nos ha dado para que en ella podamos aprender y desear vida eterna. ¿Ayudo y me ayuda mi familia a vivir una relación con la eternidad, con la santidad de Dios? ¿Hacemos de nuestro hogar una escuela de santidad, donde ofrecer y ofrecernos en cada momento, donde aportar lo mejor que somos, no solamente lo que hacemos?

El evangelio que hemos escuchado hoy nos muestra, de forma paradigmática, la entrega de todos los miembros de la sagrada familia de Nazaret. La familia no es una mera convivencia entre otras posibles, el hogar de Nazaret nos muestra que en la familia se aprenden el sufrimiento y el sacrificio por hacer la voluntad de Dios. María y José creían que ya lo habían aprendido con los episodios del nacimiento de Jesús, pero el mismo Hijo de Dios les deja esa lección también hoy.

El futuro de la Iglesia, de nuestra sociedad con ella, está en familias que acepten ese ejercicio constante de negación de uno mismo en las dificultades, el sufrimiento, y de la capacidad de renunciar a bienes fáciles y cómodos, por amor a Dios. Eso hace que las familias se llenen de humanidad y puedan acoger la divinidad. ¿Vivimos ese espíritu de renuncia en casa? ¿Nos apegamos demasiado a las comodidades? ¿Somos capaces, no sólo de sufrir cuando toca, sino de aceptar también el camino de la renuncia cuando conviene?

La joya de nuestra sociedad son matrimonios, padres e hijos creyentes, pidamos al Señor que nos conceda muchas familias deseosas de vivir en plenitud su humanidad, para que llenemos este mundo de divinidad.