Dice san Juan en el evangelio de hoy que Judas se marcha del cenáculo y de repente Jesús se pone a disertar sobre la gloria. Jesús no habla sobre la marcha de Judas, sobre la traición que se acerca, sino sobre la gloria: cinco veces en un versículo. ¿Qué tienen que ver la traición y la gloria? ¿Qué es la gloria?
Cuando nosotros pensamos en gloria, pensamos en luces, y aclamaciones. En hebreo, la gloria es el peso de una cosa, el peso en el sentido de su sustancia, su verdad, su ser. El peso de Jesús es el amor, por eso Jesús pasa de hablar de la gloria al mandato del amor, consecuencia del amor que Jesús ha tenido por los suyos. Judas es el contraste absoluto y sin embargo, he ahí el misterio, el amor de Dios quiere alcanzar a la traición de Judas.
Jesús no manda lo que no da, y primero nos ama hasta entregar la vida, y luego nos pide que amemos como Él nos ha amado. Así su glorificación traerá como consecuencia la nuestra, una vida en el amor de Dios. San Ireneo de Lyon decía que la gloria de Dios consiste en que el hombre viva. ¿Y la gloria del hombre? Estar en Dios. Jesús quiere que nuestra vida sea en Dios: cuando vivimos ofreciendo el amor de Dios, ya sea bajo la forma del perdón, de compañía, de la verdad, del estímulo, de negación de nosotros mismos, entonces participamos de la gloria de Dios. Cuando no lo hacemos, salimos a la noche, como Judas, a la oscuridad, a la nada.
Así se nos plantea el evangelio de este domingo: o elegimos el camino de Dios o elegimos el de la nada. O elegimos la luminosa gloria o elegimos la densa oscuridad. Recomendaba san Agustín: “perseguid el amor, el dulce y saludable vínculo de las mentes sin el que el rico es pobre y con el que el pobre es rico. El amor da resistencia en las adversidades y moderación en la prosperidad; es fuerte en las pruebas duras, alegre en las buenas obras; confiado en la tentación, generoso en la hospitalidad; alegre entre los verdaderos hermanos, pacientísimo entre los falsos”.
Solamente de reflexionar sobre ello, se ve claramente que esto es lo que atrae a los que buscamos vivir en el amor de Dios, esto nos llama la atención, nos interesa. Pero después de un atractivo inicial podemos pensar: bueno, igual no es necesario tanto, bastante tengo con amar a los míos, con no odiar al jefe. En esta vida no todo es blanco o negro, y eso es cierto, pero en la otra vida sí lo es, y nuestra vida va tirando a blanco o a negro, por eso no podemos abandonar el deseo de participar de la gloria de Dios.
Reducir las expectativas de Dios sobre nosotros para que se cumplan las nuestras no nos hace más felices, reducir la fuerza o el compromiso del amor sobre nosotros para hacer como nosotros deseemos no nos acerca a su gloria, sino a la noche. El amor de Dios, decía san Agustín, hay que perseguirlo; en la vida cristiana no funciona la tibieza, y en muchos momentos nuestra vida es un código binario, o cero o uno.
Otro santo de la Iglesia, John Henry Newman, decía así: “Es necesario que los hombres confiesen su inmortalidad con sus propios labios y que vivan como quien procura entender lo que dice. ¡Ojalá tuviéramos coraje para dejar a un lado este mundo visible, para querer verlo como una mera pantalla entre nosotros y Dios, sabiendo que el Señor está al otro lado del velo!” Ese coraje es maravilloso. Es una actitud consecuente con la gloria que se nos ofrece, nos ayuda a valorar adecuadamente las cosas.
Ojalá viniéramos a misa cada domingo con ese coraje, con ese deseo de estar poniendo lo mejor para encontrar el amor de Dios, para eliminar esa pantalla, el mundo y las cosas del mundo, que decía Newman, que es nuestra distracción principal.
¿Vivo con atrevimiento mi relación con Dios? Atrevimiento no sobre las cosas que me gustan, sino sobre las cosas que dejo, en las que me rindo, en las que perdono, en las que no me vence la pereza o la comodidad. ¿Cómo tiran de mí la gloria, el amor de Dios? Por eso la misa es el termómetro que mejor nos sitúa: aquí empezamos a probar “un cielo nuevo y una tierra nueva”, que decía el vidente del Apocalipsis, aquí baja la Jerusalén celeste, aquí la gloria y el amor de Dios son poderosos sobre nosotros, pero tiene que haber en nosotros ese coraje, ese interés, esa actitud; viniendo de cualquier manera, saldremos de aquí como Judas del cenáculo, sin ver, a la noche.
El mundo identifica gloria con fama, con dinero, con influencia, con un aplauso. Por el contrario, la Iglesia nos ofrece un camino hacia la gloria que es sacramental: en él, pequeños signos, los sacramentos, conceden gracia, y “la gracia es el principio de la gloria”. Si profundizamos y recibimos los sacramentos, es que nuestro corazón quiere gloria. ¿Dónde me falta motivación en mi vida cristiana? ¿Dónde me acomodo, aquí, en misa, en la parroquia, en el día a día? Porque es cosa segura: al final, solo hay dos caminos, el de la gloria, o nada.