Cuando Jesús habla en el evangelio de hoy de división y unidad no lo está haciendo a nivel político, ni geográfico, ni aunque hoy sea jornada electoral: las palabras de Jesús tienen un contexto propio.
En este evangelio Jesús habla a su familia, y habla sobre cada uno, a un nivel mucho más personal, familiar, dejando bien a las claras que, para el hombre, la unidad es un bien. Es decir, que no nos hace bien comportarnos de una manera de día y de otra de noche, de una el domingo por la mañana y de otra el viernes por la tarde, con unos criterios con los colegas y con otros en el trabajo.
A los cristianos, esto nos lo enseñaron bien los mártires o los monjes. Los mártires fueron aquellos que, tras una vida de fe en Dios, la coronaron muriendo por su fe. El martirio había unificado su vida definitivamente: murieron como vivieron, creyendo en Jesús. Durante casi cuatro siglos este fue el ideal cristiano, y la entrega de la vida derramando la sangre por Cristo era como un sello, una ratificación de quien había puesto su corazón y su entendimiento en Dios.
Cuando, con la libertad a la Iglesia, el cristianismo comienza a ser una religión aceptada y el tiempo de los mártires llega a su fin, al menos en tierras del Imperio, surge en la Iglesia un fenómeno nuevo: el monacato. Los creyentes comienzan a buscar una vida en el desierto, separados de la sociedad, como monjes: monje era una palabra que provenía de “monos” que significa “uno”. El monje iba al desierto a morir en vida, a unificar sus pensamientos, sus deseos, sus acciones, poniéndolas en presencia de Dios.
Y ambos fenómenos pusieron algo muy importante de manifiesto: la felicidad, la paz del hombre pasa por una forma misteriosa de unidad. El hombre no puede vivir dividido entre lo que desea, lo que hace, lo que cree, lo que le gusta y lo que le gustaría… pero el hecho es que vive dividido.
Claro, nosotros no somos ni mártires, ni monjes, no vivimos cada día encerrados en una burbuja aislados del mundo ni debemos hacerlo. Lo que sí podemos aprender de ellos es a valorar esa unidad personal, a desearla. Tan seguros estamos de que es un bien para nosotros, que advierte el Vaticano II que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época”, un divorcio, una falta de unidad, que se da cuando la fe nos sirve como excusa para desatender las responsabilidades de este mundo, pero también cuando intentamos cumplir con Dios por mera apariencia o costumbre, faltos de fe, sin vida creyente.
La cuestión es: ¿cómo se consigue esa unidad? ¿quién puede conseguir unidad en su vida, que nosotros llamamos “santidad”? La liturgia de la palabra de hoy desvela que en nuestra vida hay, por encima de todo lo demás, un elemento de unidad y uno de división.
El fundamento de nuestra unidad es Jesús. Así, en lo que tengamos que afrontar, no en función de que nos vaya muy bien, de que no tengamos problemas de salud, de que tengamos más vacaciones, sino en función de que el criterio primero para todo sea el Señor, será compacta, intensa, y confiada. La gracia de Dios une nuestra fe con nuestra vida, están separadas por el pecado, pero la gracia las une para que nuestro deseo sea Jesús y hacer lo que Dios quiere.
Jesús da unidad, lo explicaba en el evangelio: “El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Aceptar la voluntad de Dios, no ir a la fuerza contra Él, es acoger esa sabiduría vital que evita tensiones y daños en la conciencia, une con Dios y nos hace familia, con la valentía e inteligencia de la fe propia de los santos.
Por el contrario, ¿quién ha hecho que hombre y mujer se enemisten desde el principio? O, también, ¿quién ha hecho que la humanidad creada se enemiste con Dios, se aleje de Él? La división es siempre obra del diablo, que puede actuar engañándonos directamente para inducirnos a pensar o a hacer mal, o que puede actuar engañando a veces a otros para que ellos nos lleven a elegir el mal o a padecerlo. Así, el demonio busca engañarnos para que decidamos mal y separarnos de lo que debemos hacer, separarnos de Dios, como a Adán y Eva, o separarnos de lo que debemos escuchar, y se nos haga más cuesta arriba volver a elegir y querer el bien.
Por último, aquí entra la advertencia de Jesús: “el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. ¿A qué se refiere Jesús con esta afirmación tan fuerte? Pues a que las cosas de Dios no son un camino de autoperfección, para ser intocables, para que nadie nos corrija y todo sea a nuestro modo.
Al contrario: el Espíritu Santo nos motiva a confiar cada día más, a ir haciendo esa unidad que necesitamos. A no mundanizar lo sagrado, haciendo de la voluntad de Dios una entre tantas, que a veces elegimos y a veces rechazamos… quedando divididos… porque la prisa nos divide.
La gracia es la propuesta para la unidad de vida, que no nos divida, vence al mal y nos mueve a obedecer a Dios, a cumplir los mandamientos, y así experimentamos más cerca el ser familia de Dios, el ser Iglesia, una comunidad. ¿Dónde vivo ese divorcio, esa tensión en mí? ¿Reconozco cómo me tienta Satanás en lo cotidiano, incluso bajo capa de bien?
Aprendamos de mártires y de monjes, que son los sabios que han descubierto que, en esta vida, no hay nada tan alto como ser uno con Dios.