Es muy posible que fuera el mismo Pedro el que relatara a Juan Marcos, su discípulo, muchas de las historias que este cuenta en su evangelio. La fuente más personal para el relato de Marcos que estamos escuchando cada domingo fue el mismo Pedro. El relato de hoy, por tanto, es muy probable que fuera contado a Marcos por el que, asustado, pide ayuda al Señor en la barca y luego se pregunta asombrado sobre la naturaleza de Jesús.
Ciertamente, la experiencia de la tempestad es tan habitual, tan humana, que cualquiera puede dibujar la suya en su mente al leer esta historia. No tiene por qué ser, además, única; puede desatarse en diversas ocasiones y circunstancias.
En la tempestad experimentamos una enorme falta de control y un sentimiento de desprotección, de no saber en qué dirección vamos. La tempestad es la vida que se revuelve y nos maltrata, nos agita y nos hace vernos débiles, sin poder, o peor aún, sin el poder que imaginábamos tener. Esta experiencia se vuelve aún más dramática cuanto mayor esfuerzo haya puesto uno en tener todo a su gusto, según sus planes.
Y, hasta tal punto esto es frustrante, que muchos que viven su particular tempestad, prefieren ahogarse antes que pedir ayuda. Lo primero que podemos mirar nosotros con este relato de hoy es cuál es la forma que tiene nuestra tempestad y qué actitud tomamos ante ella: ¿Qué cosas aún nos producen inquietud, quizás una inquietud creciente, pero tratamos de mantener tapada, escondida?
San Ignacio de Loyola recuerda en los Ejercicios Espirituales que ante una tentación, una inquietud o un problema, Dios siempre nos va a proponer compartirlo, contarlo, para que reciba luz, mientras que el demonio intentará engañarnos diciéndonos que es mejor mantenerlo escondido, que nadie lo sepa, para, por miedo y bajo apariencia de control, hacernos más débiles y hacernos creer que estamos solos, que nada va a cambiar a mejor.
La tempestad es un particular camino de fe, una circunstancia que no está dominada por el daño, aunque lo intente, sino por el bien y el amor, que busca cómo hacerse presente en medio del caos.
El primer paso para quien reconoce la tempestad en su vida, lo da Pedro: “Maestro…” El primer paso para calmarla y afrontarla adecuadamente es un acto de humildad. Pedro y los otros, experimentados pescadores, en un mar revuelto, necesitan la ayuda del carpintero. ¡Qué humildad tan grande hace falta para decir: donde yo creo que controlo más que nadie, donde yo más sé, donde yo tengo conocimiento y sabiduría, experiencia y fuerza… necesito la ayuda de otro! Y de otro que, además, aparentemente no sabe lo que yo sé. Es la sabiduría de aceptar que en mi tormenta hay alguien más, que en mi tormenta no es mejor solo.
Vemos en el evangelio de hoy que la humildad es más necesaria que todas las fuerzas humanas; con toda la voluntad, empeño y autosuficiencia del mundo, nos podemos hundir, pero la humildad abre la puerta a la realidad y a la salvación.
Así, la calma llega cuando se ha hecho ese acto de humildad que conlleva un escándalo inmenso: “¿Quién es este?” Pedro y los suyos se preguntan, como Dios hace preguntarse a Job en la primera lectura: ¿Quién ha puesto los mares y las mareas? Job, como Pedro, está convencido de lo justo que es, de lo bien que lo hace, del mérito y el premio que merece, pero la tempestad amenaza con dejarlo sin nada. Y Dios le encara: ¿Quién crees que tiene verdadero poder? ¿Lo tuyo te parece que es ser poderoso? Todos los poderes del mundo, hasta aquellos a los que más nos aferramos, tiemblan y dudan en su tempestad.
“¿Quién es este?” El viento y las olas le obedecen como los mares al Dios que habla a Job, porque este es el Dios que lo ha creado todo, que lo ha hecho todo para el hombre y no contra él, y que le quiere ayudar a comprender esto.
Por eso, la presencia de Jesús en la barca es la verdadera seguridad: Que Él esté en la barca significa que la Vida está en la barca. La vida segura no está en tierra firme, no está en una mar en calma… la vida es segura donde está Cristo. ¿Buscamos a veces una paz, un bienestar, un placer, sin Dios? Eso es peor que la tormenta, es una “muerte dulce”, sin darnos cuenta… La tentación de tantos es hacer una vida tranquila, sin Dios o con Dios en su justa medida, para que yo sea más libre, más yo… o con un Dios sometido a nuestras fuerzas y planes. El mundo propone, ante la tempestad, dejar a Dios al margen. No se sale de la tempestad sin Dios, sólo se la maquilla, sólo se acentúa. Mientras que en la verdadera dificultad siempre, siempre está Dios para acompañarnos y guiarnos hacia Él.
Decía san Juan de Ávila: “Van muy confiados pensando que en vuestra compañía no se levantará la tormenta. Como les sale del revés, dejan lo comenzado”. La tormenta, que no sabemos por qué se levanta, siempre sirve como prueba para el amor verdadero, para repetir: “Maestro”.
Los discípulos afrontan su debilidad en la tormenta con la sabiduría de la fe y del poder mayor de un Dios que no evita la tempestad, sino que en ella muestra el poder de una vida nueva. Así nos muestra el engaño del mundo, una paz sin Dios, y que es mejor la fuerza de vivir en medio de la tempestad con Él.