El domingo pasado, en medio de la tempestad, Jesús se manifestaba como Señor de todo lo creado. Hoy, en medio de la angustia y la desesperación, Jesús se manifiesta como el Señor de la vida y la muerte.
Mientras que algunos creían en su poder sanador, hoy se muestra como el que tiene poder para resucitar muertos. Aquellos criados y aquellas plañideras en casa de la niña de Jairo creían, como el mismo jefe de la sinagoga, que Jesús podía curar. Pero la fe que Jesús le pide no es fe en un hombre: sólo Dios tiene poder sobre la muerte.
“¿Quién es este?” Se preguntaba Pedro, en el colmo del asombro, el domingo pasado. ¿Quién es este que el viento y las olas le obedecen, que la vida y la muerte le obedecen? No es un hombre que hace cosas portentosas, es el Hijo de Dios que devuelve la vida a quien quiere. Basta con tener fe. “¿Aún no tenéis fe?”, preguntaba a sus discípulos en el lago.
La fe es una superación de la tiranía de lo inmediato, que nos agobia y enfrenta. Todo tiene que suceder cuando nosotros lo queremos, como señores del tiempo. Así que hay que entender bien lo que hace Jesús: Él no ha venido para ser tan injusto de curar a unos sí y otros no. Jesús ha curado a la hija de Jairo aunque no a tantos y tantos otros hijos enfermos de tantos padres sufrientes… Jesús se ha hecho hombre para poder tomar de la mano a los hombres, como a la niña del evangelio, y no eliminar el dolor, el sufrimiento y la muerte, sino para abrir un camino a través de todo ello desde lo inmediato hasta la vida eterna.
Jesús da una prenda de lo que sucederá un día, donde todo el que crea será curado, vivirá para siempre. Así, el creyente no necesita hoy que Jesús haga lo mismo que hizo ayer: cree que mañana lo hará para todos. Y por si alguno no se convence, Jesús ha dejado una prenda fiable de que así será: su misterio pascual. Por eso, dice san Agustín: “La resurrección del Señor significa para nosotros la promesa del día eterno y la consagración del domingo. El día denominado domingo parece pertenecer de manera propia al Señor, porque en aquel día el Señor resucitó”.
Así que las lecturas de hoy quieren volver a resaltar, como el domingo pasado, el poder sobre todo de Jesús, reclamando la misma respuesta que entonces: la fe de los otros, la fe de Jairo, o de aquella mujer enferma, para llevar a cabo su obra. De esa forma, esa fe es eficaz, la fe en Cristo se convierte en vida eterna, se transforma. ¿Cómo? La energía, en cualquiera de sus formas, puede ser aprovechada y transformada en cualquier otra, pero la fe, ¿cómo se transforma la fe en vida eterna?
Si uno coge el Catecismo y busca la segunda parte del mismo, encuentra una imagen que la abre: es un fresco en unas catacumbas romanas, en el que aparece esta escena del evangelio de hoy, la hemorroísa tocando el manto de Jesús, y dice el texto: “Los sacramentos de la Iglesia prosiguen ahora la obra que Jesús realizó a lo largo de su vida terrenal. Los sacramentos son como las fuerzas que salen del Cuerpo de Cristo que sanan las heridas de nuestros pecados y nos dan la vida nueva”. La fe se transforma en los sacramentos por la presencia del Señor, por la fuerza creadora de Jesús, en una fuerza que sale de Él y que da vida nueva, la vida eterna de Dios presente ya en nosotros.
Mientras que en la superstición o la magia la fuerza está en la acción del hombre, que si se hace trae bendiciones y si no se hace maldiciones, como si se hacen tantas fotocopias o se reenvían tantos mensajes, en el caso de la fe, adquiere su fuerza por una relación de confianza entre Dios y el hombre en la Iglesia.
Vemos cada día cómo el mundo se transforma con el poder de los hombres: lo que la inteligencia, la determinación, la necesidad o el odio, son capaces de hacer. Si la fuerza de los hombres es tan grande, ¿cómo no será la fuerza que sale de Dios? Por eso leemos la Palabra de Dios, para recordar el poder de esa fuerza que no se somete a la tiranía del tiempo ni a la mía propia. ¿Qué hago cuando dudo? ¿Creo en la vida eterna?
“¿Quién ha tocado mi vestidura?”, decía el Señor. Aquí están las vestiduras, por eso la liturgia no es un lujo, es necesaria para poder vivir como creemos. No vayamos a misa de cualquier manera en verano, tenemos más tiempo libre, pues preparemos mejor la misa del domingo, con más tiempo, más arreglados, con más silencio, habiendo preparado las lecturas, el sitio, el corazón. Aprovechemos el verano para valorar el domingo como día del Señor, prenda de vida eterna y salud.
La mujer del evangelio nos muestra además otra característica de la fe, y es que es tremendamente inoportuna: va corriendo Jesús a curar a la niña cuando la mujer se interpone a entretenerlo y nos hace olvidar a lo que iba. La fe viene a molestar a nuestros hábitos, a nuestras intenciones y comodidades, para hacernos parar a valorar lo que Dios hace y pide. En medio de la comodidad del verano, la fe trae una exigencia inoportuna, que podemos tener la tentación de despachar de cualquier manera, aunque en ella nos juguemos nuestra curación.
Aprendamos a valorar lo que tenemos, porque a veces parece que venimos a lo que caiga, de cualquier manera, sin preparar, sin querer tomar parte. Y aquí tocamos lo santo, y lo santo da vida eterna.