De nuevo una herencia es el tema por el que se explica Jesús en el evangelio de hoy; dice Jesús que hemos recibido una herencia: “vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Ciertamente, para recibirla, han de darse unas condiciones que, sin ser un impuesto de sucesiones, no dejan de ser una dificultad necesaria.
Estas condiciones son una serie de renuncias que parecen pérdidas, como decía de Abraham la carta a los Hebreos, pero en realidad son unas ganancias añadidas al don heredado. “Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen”. Es decir, para poder heredar el Reino de Dios, se requerirá un corazón preparado con determinadas renuncias.
El papa León decía el miércoles en su audiencia: “Prepararse para celebrar esta acción de gracias no significa hacer más, sino dejar espacio. Significa quitar lo que estorba, rebajar las pretensiones, dejar de cultivar expectativas irreales”. Las renuncias a las que nos llama Jesús son, en realidad, una preparación, la disposición de un espacio que no teníamos: hemos quitado lo que nos estorba, aunque no lo veamos como un estorbo sino como un “por si acaso” para poder tener ahí el Reino de Dios.
¿Cuál es, entonces, la actitud adecuada para heredar? Haber renunciado antes, quitando pretensiones, ilusiones, y dejando espacio para la mayor realidad que existe, el don de Dios. ¿Me preparo para recibir el don de Dios? ¿A qué renuncio para ello?
Santo Tomás de Aquino define la devoción como la prontitud hacia todo bien. Nosotros decimos que una persona siente “devoción” por otra cuando según le pide algo, rápidamente se mueve a hacerlo. La devoción es prontitud. Cuando se siente ese aprecio, ese interés, esa devoción hacia alguien, uno está siempre preparado para agradarle. Cuando uno no se prepara para las cosas, indica que no tiene auténtica devoción, que en realidad no le importa aquello que hace, a lo que va, en lo que participa; da igual que sea un partido de tenis, un examen, una cita o la misa.
La primera lectura que hemos escuchado nos hablaba de un pueblo que estaba preparado para recibir el don de Dios: era Israel, que en la noche de Pascua celebraba “en lo secreto” para preparar así el paso del Señor, su propia liberación. En su celebración se veía su verdadera devoción, es decir, la obediencia ante la Palabra de Dios, ante el mandato recibido por Moisés.
Y así llegamos a la pregunta fundamental para saber si estamos preparados o no, si nuestra devoción busca o no la herencia obtenida por Cristo en su Pascua: ¿Quién es el señor de mi vida? Jesús cuenta una parábola a los suyos para hacerles darse cuenta de que hacer espacio para la herencia se hace sirviendo, porque si vivimos buscando, esperando, deseando una plena obediencia del mundo y de los hermanos, entonces nos toca, como decía el Papa, “rebajar las pretensiones, dejar de cultivar expectativas irreales”.
Pedro, que advierte que Jesús está poniendo sobre aviso a los suyos, le pregunta: ¿por quién dices eso? Nos toca a los discípulos de Jesús ser devotos, es decir, estar preparados, o lo que es lo mismo, servir al prójimo, no buscar que nos sirvan más, porque todo nos parece poco para nosotros, pero a la hora de hacer espacio, de ser generosos, de renunciar a nuestro plan, nos cuesta más.
De nuevo el Papa explicaba el otro día: “Cada gesto de disponibilidad, cada acto gratuito, cada perdón ofrecido por adelantado, cada esfuerzo aceptado con paciencia es una forma de preparar un lugar donde Dios puede habitar. Podemos entonces preguntarnos: ¿qué espacios de mi vida necesito reordenar para que estén listos para acoger al Señor? ¿Qué significa para mí hoy «preparar»? Quizás renunciar a una pretensión, dejar de esperar que el otro cambie, dar el primer paso. Quizás escuchar más, obrar menos o aprender a confiar en lo que ya está dispuesto”.
Aún podemos, para terminar, concretar un poco más esa preparación: ¿qué es lo contrario de hacer con devoción? Dejar las cosas para el último momento. No preparar el corazón para lo que vivimos, ya sea para realizar mi trabajo de cada día, o para la misa o para la muerte.
Cuando las cosas se dejan para el último momento sabemos que es porque otras cosas nos han interesado más, a otras les tenemos más devoción. ¿Qué tiempos del día olvido a Dios? ¿Qué espero de Dios, de los demás o de mí? ¿Cuáles son mis pretensiones? ¿Vivo preparado?
Es la fe la fuerza que nos motiva a actuar así, a salir de nosotros mismos, a descubrir una seguridad mayor que el propio deseo, a relacionarnos con los demás desde una herencia insuperable. La fe, “fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve”, nos motiva a ser libres y herederos del Reino, devotos que lo acogen y viven cada día.

