Domingo XVIII Tiempo Ordinario C

3 de agosto de 2025

Domingo XVIII Tiempo Ordinario C

Domingo XVIII Tiempo Ordinario C

Decía san Agustín: “Si careces de codicia, lo poseerás todo”. Así resume el santo africano el evangelio que acabamos de escuchar unido a la enseñanza de san Lucas estos domingos atrás, “sólo una cosa es necesaria”, el resto son “vanidad de vanidades”. Este es el quid de la cuestión: quien busca lo necesario, carece de codicia, pero quien no codicia lo necesario, codicia todo lo que no es necesario, que es vanidad.

Los antiguos sabios explicaban que los dos vicios primarios que enganchan al hombre son la gula y la lujuria. ¿Por qué son unas atracciones tan poderosas? Nacen del deseo humano de controlar o tener todo, de ser fuertes, de que nada ni nadie se les resista. Son auténticas pasiones, y por eso tan difíciles de dominar. Requieren un absoluto realismo sobre la propia fragilidad, la propia pequeñez, para que se debiliten en nosotros, conscientes de que no son seguridades, sino aparentes seguridades.

Pero entonces, cuando el hombre percibe lo engañoso de estas fuerzas, pero aún no está dispuesto a buscar la verdadera seguridad, la única necesaria, entonces se deja llevar por una nueva pasión: la codicia. Y se deja llevar por la codicia porque la posesión de las cosas parece más duradera, más estable, menos fugaz que la lujuria.

Cuando intentamos conducirnos por el bien, la avaricia, la codicia, es mucho más peligrosa que las otras, porque mientras que la gula y la lujuria son pasionales, la codicia es razonada, y puede maquillar perfectamente de justicia cualquier deseo, hasta tal punto de elevar esa reclamación incluso al mismo Jesús, como en el evangelio de hoy. No dominamos todo, pero Dios nos tiene que dar nuestra justicia; seguro que recuerdan a Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó: “a Dios pongo por testigo que nunca más volveré a pasar hambre”. O los más jóvenes, que así se convierte el joven Anakin Skywalker en Darth Vader.

Entre los conflictos que más dividen a las familias se encuentran las herencias. Padres e hijos, hermanos, se enfrentan los unos a los otros por causa material con excesiva frecuencia. Por un asunto así preguntan a Jesús en el evangelio de hoy, una codicia disfrazada de justicia; y Jesús culmina la enseñanza que veníamos recibiendo domingos anteriores acerca de lo que necesitamos o no necesitamos, deseamos o no deseamos, de una forma tan magistral como dura para nuestros corazones.

El décimo mandamiento de la Ley de Dios dice: “No codiciarás los bienes ajenos”, sin embargo, Jesús da una vuelta de tuerca más a ese mandamiento cuando dice: “Guardaos de toda forma de codicia”. ¿Lo vemos? Ya no solamente se trata de no codiciar lo que es de otros, sino que tampoco tiene uno que ser codicioso por lo propio, no puede agarrarse ni confiarse ni siquiera a lo que en justicia tiene. No sólo es algo de impíos, sino que, dice Él en la parábola, es de necios.

El codicioso todo lo ve como necesario, razonable, pero Jesús decía a Marta: “Sólo una cosa es necesaria”. “Los bienes de arriba”, decía la segunda lectura. Vemos, tenemos, probamos tantas cosas y las creemos necesarias… convertimos en necesario lo exclusivo, lo caro, lo famoso, las marcas, lo cómodo… así cada vez necesitamos mayores graneros, más dinero en la cuenta, más seguidores en Instagram, más gente que haga mi voluntad y más misas cuando yo digo. Y es todo muy sutil, tanto que ya nos hemos vuelto avaros cuando todo lo que pensamos nos parece necesario, de justicia, y nos llenamos de razones para criticar, insultar o dividir.

Si no aceptamos la fragilidad, no saber de todo, no merecer todo, si no estamos dispuestos – y nuestro mundo no lo está- a poner nuestra confianza en Dios como lo único necesario, entonces viviremos infelices y haremos a otros infelices, porque nada nos parecerá bastante.

Por eso la codicia también se manifiesta como indecisión: tenemos tanto donde elegir, tanto que nos gusta, que queremos, que nos atrae, que no nos atrevemos a decir “sí” a algo por la multitud de “noes” que ese sí conlleva. No les pasa sólo a los jóvenes que tienen que plantearse su vida, les pasa a los adultos que no tienen capacidad de vivir sin privarse de nada.

Tres preciosas virtudes nos ayudarán a vencer la codicia: la pobreza, que nos ayuda a confiar en lo único necesario, y a renunciar a querer todo a nuestro gusto; la piedad, que nos ayuda a descubrir la santidad de Dios y que nada puede ser tan valioso como tener esto; y la magnanimidad, que nos ayuda a mirar sólo por lo más alto, aquello que agranda nuestro corazón, no que lo tensiona y comprime. ¿Descubro en las elecciones de cada día un lugar de pérdida, de renuncia? ¿Soy capaz de renunciar a mi deseo, a lo que razono como mi justicia? ¿Qué considero indispensable almacenar? ¿Reconozco que en el granero de lo necesario sólo cabe Dios y nada más que Dios? ¿Quién padece mis deseos, mis ambiciones, mis cálculos?

Cuando san Pablo deja a su discípulo Timoteo al frente de la Iglesia de Éfeso, le deja este aviso brutal: “el amor al dinero es la raíz de todos los males, y algunos, arrastrados por él, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos”. “Si careces de codicia, lo poseerás todo”, decía Agustín; busquemos sobriamente, que tenemos demasiadas cosas como necesidades y exigencias, y viviremos la libertad de Jesús.