Con media España ardiendo física y metafísicamente, no parece el ejemplo de Jesús de hoy el más adecuado, pero es sin duda una metáfora para explicar cómo es necesario que este mundo pase, que pase entero, para que llegue el reino de Dios, y que eso conlleva un proceso, no sólo natural, de destrucción, sino una experiencia espiritual de ruptura, de cambio, incluso de división.
Es una experiencia común, en muchas casas, en muchas familias, la discusión por temas de religión, o por la misa del domingo, o por si se bautiza o no al nieto… ciertamente, lo que decía Jesús en el evangelio, que ha venido a causar división, es una experiencia conocida, a veces con mejor final y otras peor.
Todos conocemos los sufrimientos y decepciones porque cada uno acoge la fe en su propia y diferente medida: abuelos que no piden ir a misa para no molestar a los hijos, esposos que no comparten en profundidad su fe, jóvenes que reniegan de la fe de sus padres, o, al contrario, jóvenes o niños que no pueden vivir su fe como desearían porque sus padres no les dejan o se burlan incluso. San Ambrosio ya hablaba de este caso, en el siglo IV, y san Agustín, de nueras que se ríen de la fe de sus suegras.
Jesús advierte a todos los que quieran comprometerse con Él que se van a encontrar con oposiciones y van a ser signo de división. Él no quiere dividir a la familia, pero esa división fue experiencia habitual incluso en su misma familia, que le cree “un loco”.
El deseo de vivir cerca de Jesús, de seguirle, de ser su discípulo, no puede quedar reducido a un ámbito mínimo del corazón, donde no moleste ni a uno ni a nadie, pues Jesús es Dios y lo que ofrece es una relación que alcanza a todo nuestro universo de relaciones, gustos o elecciones, y a veces es tan difícil como nos muestra la primera lectura, cuando uno no busca nada contra nadie, sino solamente hacer de su vida una coherente relación con Dios: Jeremías es sentenciado a morir por los que no soportan su vida y su testimonio profético.
Hoy tantos cristianos son no solamente criticados u objeto de burla en sus propias casas, sino en tantos países también amenazados, perseguidos, asesinados, testigos de violencia por odio a la fe cristiana.
Nosotros conocemos un caso paradigmático, dentro de una misma familia, el de san Hermenegildo, mártir del siglo VI en España: mientras que su padre, el rey Leovigildo, y su abuela, eran arrianos, es decir, cristianos que no creían en la divinidad de Jesús, Hermenegildo y su mujer sí creían que Jesús era Dios. Hermenegildo y su mujer vivían en Sevilla, donde el obispo san Leandro les fortalecía en su fe ortodoxa.
En su empeño por conseguir la unidad de España a partir de la fe, Leovigildo manda apresar a su hijo para forzar su conversión y este, lejos de renegar de su fe, la sella muriendo mártir. Solamente a su muerte, su hermano Recaredo se convertirá del arrianismo al catolicismo, y buscará así la unidad del país. Una misma familia, dividida por la fe en Jesús hasta ese bautismo de fuego que decía Jesús, su pasión y muerte.
Seguir al Señor supone vivir en la oscuridad de éxitos inmediatos que no llegan, de sufrimientos invisibles, de divisiones insospechadas, como las del evangelio. Jeremías esperaba la muerte en un pozo oscuro por anunciar al pueblo que, si buscaba la victoria contra Babilonia por sus propios medios, confiado en sus fuerzas, caería derrotado.
Pero Dios siempre envía su ayuda al que quiere dar buen testimonio de su nombre, para poder afrontar esa división o persecución. Dios siempre sale en ayuda de quien quiere seguirle, a pesar de no ser políticamente correcto, de no ser celebrado por todos, ni siquiera por los más cercanos.
Ese pobre mayordomo del rey Sedecías que intercede por la liberación del profeta, Ebedmelec, un pagano, nos anima a tener el coraje, la grandeza de ánimo para aceptar ese bautismo, porque de ahí nace una paz mayor. ¿En qué situaciones me cuesta aceptar esa división en mi vida? ¿A quién me cuesta llevar la contraria para defender mi fe? ¿Dónde mi fe divide? “¡Bienaventurados cuando os persigan, y os calumnien y os insulten por mi nombre, porque vuestra recompensa será grande en el Reino de los Cielos!”
Es duro “crear” aparentes divisiones, no recibir el aplauso de todos, ser criticado o atacado cuando uno se esfuerza por el bien. Es duro lo de Jeremías, es duro lo del Señor. Pero saben del apoyo del Padre. Uno puede apostar por Jesús si sabe del apoyo del Padre. Poner los valores mayores por encima de los de la mayoría, apostar por el evangelio y no por la fama, es posible si sabemos de un amor mayor que nos sostiene; no se mide por el resultado, se mide por la comunión con Dios, por la buena conciencia. ¿Yo sé del apoyo del Padre? ¿Me agarro al amor de Dios antes que al de los hombres?
Hay divisiones dolorosas que nacen de un bien mayor: no renunciemos a ellas, porque “el grano de trigo que cae en tierra y muere da mucho fruto”.

