Dice Ratzinger en su Introducción al cristianismo que el hombre vive entre la fe y la increencia, en ese equilibrio entre certeza y duda. Los discípulos ven hoy a uno haciendo cosas en nombre de Jesús y desconfían de él. A ver este, que no es de los nuestros, va a venir a quitarnos el trabajo. Nosotros dejando la casa, la familia, todo por Jesús, y va a llegar este y va a tener más éxito que nosotros. Y preguntan para estar seguros de que ellos son “los de Jesús”.
Entender la Iglesia como una cosa cerrada, donde nadie puede hacer nada que le acerque más a Dios de lo que yo hago, donde lo mío es lo mejor y el resto es sospechoso, es como creer que el amor de una madre por sus hijos es limitado, que la capacidad de su corazón para acoger, perdonar o cuidar, va a ser menor si vienen otros.
Los discípulos, que el domingo pasado querían saber quién era el primero del grupo, hoy quieren saber quién está con nosotros, que nadie nos vaya a adelantar; ellos tienen derecho a ser un grupo privilegiado, una elite de la fe. A los discípulos les pasa que son desconfiados, pero desconfiados de la justicia y sabiduría de Jesús, del amor del Padre por ellos.
Ciertamente, los cristianos no vivimos tiempos fáciles en el mundo, las sociedades que se dicen modernas, como la nuestra sin ir más lejos, se burlan de nosotros, nos persiguen y, en ciertos lugares, nos matan; y podemos pensar entonces que si no nos apoyan ni nos entienden, quizás sea mejor hacernos una burbuja, un grupo cerrado, que no se fíe de nadie, y vivir en paz, que me dejen con lo mío. Por desgracia, empezamos así, y terminamos desconfiando de los que están en la Iglesia, de los propios hermanos y de los que se acercan a ella.
Dios tiene amor para dar a todos. Por eso cada día la Iglesia nos invita a invitar a otros, a hablar de Jesús, a plantar la Iglesia, a evangelizar. Un corazón que acoge es un corazón como el de Dios. ¿Cómo sabemos que esto es así? Pues sencillamente, porque nos ha acogido a nosotros. Porque esa es la experiencia del cristiano: sin merecerlo, Dios me ha acogido. Sin merecerlo, los discípulos han sido llamados por Jesús. Sin merecerlo, hemos entrado en la Iglesia todos los que estamos aquí.
Para que no lo dudemos, la liturgia de la Palabra nos ofrece el ejemplo de Moisés, en la primera lectura. “¡Ojalá todo el mundo fuera profeta!” Eso es lo que Dios quiere. Dios quiere a todos en su grupo. Las iglesias llenas, todas, en todas las misas, en todas las celebraciones.
Imaginemos por un momento un mundo en el que todos fueran profetas. Un mundo en el que mis familiares, amigos de toda la vida, compañeros de trabajo, compartieran mi fe. Si tenemos un corazón que late con el de Dios y con el de la Iglesia, se nos tienen que poner los pelos de punta. Moisés pone en sus labios el deseo de Dios. ¿Cuál es el mío? No imaginemos un mundo en el que no haya cielo ni religión, eso no es cristiano, ahí no hay esperanza, imaginemos un mundo en el que todos creyeran en Dios y pudieran recurrir a Él en todo momento.
Bien sabemos que el Espíritu no se somete a nuestros límites. ¿Quién está con nosotros? ¿Quién es de los nuestros? Los celos y las soberbias crean enemistades y nos encierran en nosotros mismos.
Por eso el salmo de hoy dice: “Preserva a tu siervo de la arrogancia”. Que vengan muchos a la Iglesia, que vengan muchos a catequesis, a nuestros grupos y actividades. Que vengan, que nos animen a ser mejores y provoquen nuestras mejoras. ¿Quién quiero que venga a la Iglesia? ¿Qué puedo hacer para ello? El Señor no ha desconfiado de mí, sigue confiando a pesar de mis debilidades: ¿podré hacer yo lo mismo con los demás? ¿Estamos dispuestos a compartir, no ya un vaso de agua, sino una pizca de fe?
Todos tenemos la responsabilidad de plantear a otros el camino de la fe, de ofrecerles conocer a la Iglesia, no solo mi grupo o mi plan, porque queremos para ellos lo que Dios quiere para ellos, porque en casa de mamá siempre cabe uno más, siempre. ¿Comprendo el don que he recibido con la fe? ¿Con quién la comparto? ¿Me siento invitado, por Dios y por la Iglesia, a ser discípulo de Jesús?
La recompensa, aquí y en el cielo, viene por invitar: que el Señor nos dé un corazón a todos para querer ofrecer siempre, como un vaso de agua, la fe.