Cuenta el primer libro de los Reyes que cuando el rey Salomón subió al trono sucediendo a su padre, viendo Dios la gran empresa que recibía, le ofreció al rey un deseo para gobernar mejor. Su petición fue tal que así: “Tu siervo está en medio de tu pueblo, el que tú te elegiste, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal”.
Salomón le pide a Dios “un corazón atento”, ni más ni menos. Hemos rezado en el salmo responsorial: “enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”. Corazón y atención, corazón y sensatez, parecen términos opuestos. Para la Biblia, el corazón se relaciona, además de con los afectos, con la vida intelectiva y con el inconsciente. El corazón es la sede de la inteligencia, no sólo de las emociones. De ahí que un corazón sabio sea un corazón firme, no que se deja llevar por cómo se levanta cada día, sino un corazón que opta por la justicia.
El joven del evangelio, después de vivir cerca de Dios y de su Ley, cuando tiene que dar el paso desde una religión “de cosas que se hacen” a lo más profundo de uno mismo, dice Marcos que “frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico”. Su sabiduría no le dio para advertir que lo que perdía era menos que lo que ganaba, pero su corazón se resintió. A veces el miedo por lo que seguro vamos a perder, una mala gestión del cambio, nos impide dar un paso adelante y nuestro corazón lo nota.
Así aprendió también san Ignacio de Loyola que Dios provoca emociones en el corazón, de manera que con ellas comunica cuándo uno ha obrado sensatamente, con justicia, y cuándo no ha vendido lo necesario para crecer en la felicidad. No son emociones sin razón, sino llamadas a emplear la inteligencia. Cuando uno se aferra a sus riquezas, que no tienen por qué ser dineros en el banco, o sí, pueden ser poder, influencia sobre otros, reputación o diversión, puro placer o emociones constantes, biorritmos que canonizamos, o puro postureo, corre el riesgo de rechazar la verdad, preferir la injusticia, negar la caridad… y entonces fruncir el ceño y marcharse triste.
La sabiduría de Dios, la que reside en el corazón, no tiene que ver con impulsos o arrebatos, no son pálpitos ni emociones pasajeras, tiene el peso inteligente de ser coherente con una llamada del Señor que, decía la primera lectura, “la preferí a cetros y tronos y a su lado en nada tuve la riqueza. La quise más que a la salud y la belleza y la preferí a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso”.
El joven del evangelio, lleno de cosas y bienes, no prefirió la sabiduría de Dios, sino seguir como estaba. Y eso, deja tristeza en el corazón. Por eso, quien más tiene, más riesgo corre de no querer, de no elegir la aparente pobreza de Dios, una riqueza sabia, mayor que todos los bienes contables.
Jesús ofrece al joven del evangelio, nos ofrece a todos nosotros, seguir el ejemplo de Salomón: un corazón sabio, inteligente, en paz, libre. Jesús no nos pide separarnos de todo, entregar todo por las buenas hoy mismo; a diario no se nos pide todo, sino aquello de lo que hacemos un todo.
Claro, los discípulos le recuerdan al Señor: “nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Aprender a preferir, aprender a entregar, aprender a perder… nuestro corazón lo necesita para ser un corazón sabio. Para aprender a elegir hoy, a vender lo que tenemos como posesión, a renunciar por una mayor justicia, por una alegría a prueba de dificultades, necesitamos la vida de la Iglesia: Jesús ofrece al joven rico que vaya con Él, el bien mayor, para aprender el camino de la felicidad, la mayor riqueza.
Igual aquel joven miró a los apóstoles y no le pareció nada especial, nada interesante en ellos, pero ellos habían elegido la riqueza mayor. El miércoles celebraba la Iglesia la memoria de san John Henry Newman, que decía: “Cuando lleguemos a la presencia de Dios se nos preguntarán dos cosas: si estuvimos en la Iglesia y si trabajamos en ella”. Los discípulos en el evangelio pudieron responder bien al Señor, estuvimos y trabajamos. ¿Y nosotros? ¿Tenemos en eso un tesoro, o pensamos que es para desocupados sin responsabilidades, para ingenuos idealistas? Igual no vemos, como aquel joven, nada especial, pero la necesitamos para aprender a dejarlo todo. ¿Me voy contento de misa porque creo que ya he cumplido para la semana? ¿Pienso que ya lo he dado todo? ¿Qué dice mi corazón?
Dice el libro de los Proverbios que “el corazón del hombre decide sus caminos”, por eso necesitamos un corazón sabio, atento, para no irnos tristes como el joven del evangelio, sino esperanzados, como los discípulos, en medio de tantas ataduras como el mundo nos ofrece. En un mundo y en una Iglesia especialmente emotivos, pidamos al Señor la sabiduría de un corazón atento, de querer seguir vivos al Dios vivo.