Podríamos pensar que en la historia de Bartimeo hay, sin más, uno de los muchos milagros de Jesús, pero la primera lectura que hemos escuchado nos pone sobre la pista de una enseñanza más universal, algo que no se queda entre Jesús y un ciego, sino que nos alcanza a todos.
El evangelio que acabamos de escuchar se entiende bien si retrocedemos casi seis siglos y recordamos uno de los más tristes acontecimientos de la historia del pueblo de Israel. En el año 587 aC, los ejércitos babilonios de Nabucodonosor destruyen la ciudad de Jerusalén, la ciudad de Dios, destruyen el Templo de Jerusalén, el lugar donde Dios habitaba, y el rey Sedecías junto con miles de judíos, son deportados a Babilonia, al exilio en una tierra pagana, que no reconocía al Dios de Israel.
Sin tierra, sin templo, sin sacerdocio, el pueblo de Israel estaba convencido de que había perdido todo contacto con su Dios, su Dios se habría quedado en el cielo, o se habría quedado en las ruinas del Templo santo, pero no estaba con ellos, desde ahora vivirán en la noche.
Cuando a aquel pueblo le iba bien, se sentía seguro con Dios; aquella desgracia lo sume en la oscuridad, en el desánimo. ¿Puede Dios olvidarse de su pueblo? ¿Acaso quiere Dios que estemos tristes, que nos vaya mal? Y Jeremías les dice: no, para nada, Dios va con nosotros, nos ha acompañado a esta tierra pagana, va con nosotros incluso cuando no somos santos ni estamos en lugar santo.
Y en el exilio les dice lo que hemos escuchado en la primera lectura: “¡El Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel!”. Los traeré del país del norte, los reuniré de los confines de la tierra. Entre ellos habrá ciegos y cojos”. Cuando no había luz, Jeremías anuncia una luz, que no es: Dios te da lo que quieras. Es que Dios pasa a tu lado. Camina contigo.
La luz es que los que iban llorando al destierro, que decía el salmo, vuelven cantando. En el año 539, Ciro el persa vence a los ejércitos babilonios y devuelve a Israel la libertad para que vuelvan a su tierra, a reconstruir, a restaurar todo lo que Dios les dio. Les devuelve la vista.
Todo eso se cumple en Bartimeo. Bartimeo había tenido la luz de la vista, pero la había perdido. Creía que Dios estaba lejos, que ya no podría volver a ver nunca más. Pero escucha: “Pasa Jesús nazareno”. Y comienza a gritar. Quiere volver a la luz. “Señor, que recobre la vista”. San Marcos nos está explicando así, con un milagro, con una curación de Jesús, que Dios no se ha quedado lejos cuando las cosas han ido mal, que no estaba lejos cuando no veíamos, que Dios no se había olvidado de nosotros cuando estábamos en una tierra lejana, en el pecado: Dios se ha hecho uno como nosotros para pasar a nuestro lado y darnos la oportunidad de gritarle: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”.
De esa forma, el evangelista nos muestra que aquella historia de Israel se hace cercana, que si Jesús, el Hijo de David, pasa a nuestro lado, entonces la seguridad de nuestra vida no es el éxito, no es ser infalibles ni intocables, la seguridad de nuestra vida es aquel que puede devolvernos la vista cuando no vemos, que nos acompaña cuando todo ha ido mal y estamos a oscuras. Él está en la Iglesia.
Así, a Jesús hay que gritarle, porque siempre pasa: hay que pedirle recuperar la visión de Dios. Que vuelva a reconocer cerca al que está cerca de nosotros, que veamos. Gritar a Jesús es aceptar nuestra conversión, de estar ciegos a querer ver. El domingo pasado Jesús preguntaba a Santiago y Juan: “¿Qué puedo hacer por vosotros?” Hoy pregunta igual a Bartimeo. Aquellos, los discípulos más cercanos al maestro, querían éxito, pero este, un pobre pecador, quiere volver a ver.
Jesús ha venido para que todos vean y le sigan por el camino. ¿A cuántos conocemos que, en un determinado momento de su vida han visto a Jesús, lo han seguido, pero lo han dejado de ver? ¿Cuántos que, por el motivo que sea, viven como desterrados, lejos de Dios, que necesitan que les digamos que Dios está a su lado? Porque si vemos con nuestros ojos todo lo que tenemos, pero no percibimos que pasa el Dios que nos lo da, ni captamos su llamada, entonces estamos realmente ciegos.
La experiencia de Israel, la de Bartimeo, nos deja la mejor lección: no quiere perder al Señor, y lo llama, incluso aun siendo objeto de burlas y críticas por ello. Dios está cerca de nosotros.
Dios pasa a nuestro lado, escuchamos en misa una y otra vez: “El Señor esté con vosotros”, y es verdad. Pero aceptar esto es desear cambiar, vencer al pecado en nosotros, elegir la luz, la esperanza. Hoy san Marcos nos enseña que no hay mayor ceguera que escuchar que el Señor está con nosotros pero no querer verlo, que no hay mayor discapacidad que no querer soltar el manto, lo que sea que nos ata a una vida en el suelo, al saber que “el Señor esté con vosotros”.
Que queramos gritar al Señor para seguirlo mejor por el camino, como Bartimeo.