¿Recuerdan cómo terminaba el evangelio del domingo pasado? Después de contar Jesús la parábola de aquella viuda que pedía justicia a un juez injusto, se acababa preguntando de forma retórica: “Pero, cuando venga el hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” Y nuestra tentación, seguramente la de los discípulos, sería pensar: yo tengo fe, si Jesús viniera se encontraría mi fe.
Justo a continuación, Jesús añadía esta parábola que acabamos de escuchar en el evangelio de hoy, que sería como si dijera: “bueno, bueno, no vayas tan rápido…” La primera lectura resumía la parábola así: “la oración del humilde atraviesa las nubes”.
En la parábola encontramos un contraste grande: un buen tipo, un fariseo que cumplía los mandamientos, que pagaba sus impuestos, que ayudaba al Templo, con un mal tipo, un publicano, un judío que recaudaba impuestos a los judíos para dárselos a los invasores romanos sin ningún tipo de escrúpulos.
Y, sin embargo, sorpresa: cuando van a rezar, el buen fariseo se comporta de forma vanidosa, enumera a Dios sus múltiples éxitos y virtudes, mientras que el publicano malo pide humildemente perdón de sus faltas a Dios, consciente de su debilidad: “ten compasión de este pecador”. Mientras que el buen fariseo vive en la envidia, afronta sus acciones -hasta las más santas- con un espíritu competitivo, el publicano pecador no se justifica, no se defiende, reconoce estar ante el Santo de Dios y suplica perdón.
Y aquí está la paradoja de Jesús: resulta que el bueno reza malamente, mientras que el malo reza de forma correcta. ¿Qué significa esto? Que el buen fariseo multiplica por cero sus buenas acciones: desaparece tanta obra buena, no encuentra justificación ante Dios. Mientras, el mal publicano transforma su maldad en perdón y gracia porque ha tratado adecuadamente con Dios y “bajó a su casa justificado”. Estamos en lo de siempre: el primer mandamiento lo es por algo, nuestro destino se juega primero en nuestra relación con Dios, Él es bueno, es el único santo, y ante Él sólo podemos comportarnos con humildad, una humildad que se pone a prueba en la relación con los demás.
Ni la oración ni la vida pueden permitirse el desprecio al prójimo; no podemos convertirlas en una excusa para nuestra vanidad, para nuestra desconfianza ante Dios. Si nuestra oración o nuestra ayuda son un camino de vanidad, se vuelven peor que cualquier pecado que podamos cometer.
La vida cristiana no es una oposición, no consiste en quedar mejor o por delante de nadie: ni es motivo de decepción que otros sean santos mientras yo aún no lo sea, ni es motivo de enorgullecimiento hacer bien algo que otros todavía no hacen. Porque la vida cristiana no es una competición, sino un trabajo en equipo. Si aparece en nosotros cualquier tentación de vanidad, como le sucede al fariseo, rápidamente tendremos que cambiar nuestro pensamiento, nuestro deseo en el corazón, porque se puede echar a perder cualquier buena acción, cualquier esfuerzo o sacrificio.
¿Cómo paramos ese pensamiento? Pues, como nos enseña el publicano, repitiendo una y otra vez: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”. Una vez, diez, cien. Todas son pocas cuando el tentador intenta derrumbar nuestras buenas obras a cambio de un vano reconocimiento público, externo, de pocos o muchos.
Sí, ciertamente, la actitud del mundo es una corriente que busca constantemente envanecerse, incitarnos a la presunción, a venirnos arriba y, además, a compararnos con otros. Pero Jesús en el evangelio nos advierte de que esa no es la forma correcta de ir por la vida ni de tratar a los demás. Esa actitud es destructiva, frente a la forma de hacer de Dios, que actúa y elige el bien desde el silencio, desde la humildad; es destructiva porque crea divisiones entre los que somos hermanos. Dirigirse a Dios con exigencia, contra alguien, sin renunciar al propio mérito, no es rezar. ¿Cómo rezo? ¿Cómo voy por la vida en relación con los demás? ¿Me sirve la oración para descubrir mi debilidad o intento maquillarla ante Dios?
San Agustín dice que “aquel fariseo no hallaba tanto gozo en su salud como en el compararla con las enfermedades ajenas. Dado que había venido al médico, le hubiera sido más útil mostrar, confesándolos, los males que le tenían enfermo a él, en lugar de ocultar sus heridas y gloriarse frente a las cicatrices ajenas. No es, pues, extraño, que saliera más curado el publicano, que no tuvo reparos en mostrar lo que le dolía”. Quien no tiene a Dios, quien no cree, igual no le queda otra que vivir en comparación, en competición, pero quien lo tiene, quien sabe lo que hay realmente, ¿a qué viene esa actitud? Mucho mejor dejarse ayudar, dejarse curar, desear ser mejorado y levantado. Lo contrario, la autosuficiencia, que todo dependa de uno y los otros sean malos, es que no hay fe en la tierra.
El Señor encontrará fe en la tierra en los que afrontan la vida como el publicano, que no tiene necesidad de reivindicarse para ser importante porque a los ojos de Dios es lo más importante que hay, por eso deja a otros la competición del mundo a cambio de estar en paz con Dios: con Él no competimos, sanamos.

