Domingo XXXII Tiempo Ordinario

10 de noviembre de 2024

Domingo XXXII Tiempo Ordinario

Domingo XXXII Tiempo Ordinario

Entre una viuda de hoy y una viuda del evangelio hay una diferencia enorme. Una viuda hoy puede ser dueña de una colección de cuadros de nivel mundial, una exitosa banquera, una madre de familia que cuida esforzadamente de sus hijos, o puede ser lo que quiera sin ningún problema. En los tiempos de Jesús, una viuda sólo podía ser lo que decía san Marcos: pobre.

Las viudas eran uno de los colectivos sociales más desfavorecidos, pues las viudas no tenían ingresos, ni derechos, ni posibilidad de prosperar. Todo lo que tenían les venía por el marido, y al no haber marido, no había nada que hacer, eran muertas en vida. Tanto la viuda de Sarepta, en la primera lectura, como la viuda pobre del evangelio, se encaminaban, en su indigencia, hacia el fin.

Por eso, desde el Antiguo Testamento, atenderlas era una obligación social y teológica del pueblo de Israel, para recordarles así que Dios no las olvidaba, que, como decía el salmo, “sustenta al huérfano y a la viuda”, y está atento a todas nuestras necesidades.

Por eso, lo que Elías pide a la viuda de Sarepta, o lo que la viuda del evangelio muestra con su ofrenda, es la fe: ¿Crees que Dios cuida de ti? ¿Tú crees de verdad que Dios está pendiente de ti, que te quiere, que está atento a ti, a pesar de tu pobreza, a pesar de tu debilidad, de tu vacío?

Sarepta era un territorio pagano, en Fenicia, hoy El Líbano. Que Elías fuera a hacer milagros a territorio pagano es como decirnos: lo que el hombre provee por sí mismo es pagano, está destinado a la muerte. Pero lo que Dios nos trae nos da vida; como la orza de harina, no se vacía. Dios puede mejorar lo que tenemos. A veces, pensamos que nuestras vidas están incompletas. Que avanzan sin todo lo necesario, que nos faltan datos, cosas, personas… ¿Dónde encontrar la respuesta de Dios, su providencia?

En que nosotros, en esos casos, intentamos llenar, mientras que Dios lo que necesita es que vaciemos. Nuestra tentación es pensar: no tengo suficiente, necesito más, más ocupaciones, otra afición, más amigos, más novios, más salud, más días de vacaciones, viajes, más seguidores y más horas de dormir… Llenar.

Pero las viudas del evangelio de hoy nos dicen: el truco es vaciar. “Primero haz un panecillo para mí”, “ha echado todo lo que tenía para vivir”. Mientras que las únicas respuestas que puede ofrecernos un mundo pagano, el mundo en el que vivimos, son sumar, acumular, llenar y llenar, supuestas seguridades, la Palabra de Dios hoy nos dice: no, vacía. En determinadas circunstancias, lo sabio no es tenerlo todo, no es guardar siempre un “por si acaso”, un as en la manga, es confiar en el poder de Dios. Hay momentos que nos reclaman la sabiduría de estas mujeres, vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras seguridades.

Sobre todo, cuando estas no nos van a dejar descubrir a Dios. Porque no todo en la vida se gestiona desde una lógica matemática, la vida se gestiona desde la lógica de la fe. Pensamos que Dios siempre está en nuestra abundancia, en nuestra facilidad, en nuestro tener… pero, a menudo, lo que necesitamos para descubrir la acción de Dios es no tener, no guardar, no llenar. Dar prioridad a lo que Dios quiere, a lo que Dios manda, a lo que Dios enseña, y entonces “la alcuza de aceite no se agotará”. ¿Tengo la fe suficiente para hacer lo contrario a lo que hace el mundo? ¿Pongo primero la opción del Señor? Si nosotros los cristianos no somos capaces de ofrecer al mundo una forma diferente de mirar la vida, ¿qué le vamos a ofrecer?

Ante una organización del tiempo, ante un don material a compartir, ante una necesidad de otros, ante una moda o un mal hábito, no siempre puedo mirar primero para lo mío, a menudo toca obrar por Dios en lo escondido, y esto es muy difícil. Eso es vaciarse realmente.

Pero, además, estas viudas son un signo de esperanza: ¡Quien tiene poco puede dar mucho! Si ellas se hubieran aferrado a lo que tenían, habrían muerto de hambre. Pero al fiarse, se han convertido en fecundas. Ciertamente, siempre podemos justificar hacer acopio de lo necesario, pero el evangelio nos enseña que el que da, ve lo suyo multiplicado.

Esta es la sorpresa del evangelio. Quien prueba a poner primero al Señor, recibe un bien mayor que el que ofrecía. Lo hemos visto estos días en la generosidad de los españoles con la tragedia de las inundaciones, el sacrificio de lo dado y de cada esfuerzo, pero también lo podemos poner en práctica de forma cotidiana: quien comparte lo que tiene, se vacía de sus cosas, pero se llena de alegría; quien visita a un enfermo, se vacía de tiempo libre, pero se llena de amor de Dios; quien colabora en la Iglesia, se vacía de horas de otras cosas, pero se llena de seguridad en su fe; quien viene el domingo a misa, se vacía de una hora de estudio o de televisión, pero se llena de la gracia de Cristo.

Todo lo que se da es un sacrificio, hace sagrada nuestra vida y la del que se beneficia de ella. Quiere el Señor llenarnos, pero sabemos bien la belleza humilde de lo que, por fe, nos toca hacer primero: vaciar de lo nuestro, seguros de su amor generoso.