Dicen que el templo de Jerusalén que Jesús contemplaba en el evangelio de hoy tenía la fachada en mármol y sobre la puerta una gran vid de oro que había regalado Herodes el Grande; aquello debía impresionar como ver hoy los grandes rascacielos en las mayores metrópolis del mundo.
Pero Jesús reacciona de forma sorprendente: “De esto que veis no quedará piedra sobre piedra”. Era una afirmación desafiante, un poco despectiva hacia el lugar que representaba el encuentro de Dios con su pueblo, la predilección de Israel.
No hay duda, atendiendo a los versículos siguientes del evangelio, acerca de lo que quería decir Jesús: era una advertencia de que este mundo tiene un fin. No es necesario calcular la duración de las estrellas o el movimiento de las galaxias para comprender que todo esto tiene un fin, basta con ver el proceso que rige el resto de la creación.
La relación de Israel con su Dios también tendrá que ir a otro estado diferente. En el año 70, las tropas de Tito entran en Jerusalén y dan rápido cumplimiento a las palabras de Jesús. Hasta el templo se convirtió, siguiendo la profecía de Malaquías, en paja, “sin copa ni raíz”.
Un mundo tan lleno de decepción, de dispersión, que son síntomas de que algo es pasajero, no fiable, lo normal es que se vea, ante lo que no sale bien, debilitado. Ese es el terreno propicio, dice Jesús en el evangelio, para las persecuciones y para los telepredicadores. Dice san Agustín: “¿Quién de nosotros puede ser despreciado por nuestro Redentor, si ni siquiera un solo cabello lo será? O ¿cómo vamos a dudar de que ha de dar la vida entera a nuestra carne y a nuestra alma, el que por nosotros recibió carne y alma en que morir, la entregó al momento de morir y la volvió a recobrar para que desapareciese el temor a morir?”
Jesús calma con sus palabras el miedo a morir, que nos motiva a rechazar ser perseguidos, a huir de la persecución o de la burla, y también agarrarnos al primero que nos dice lo que queremos oír, al primero que cuenta lo religioso como nos viene bien. Pero dice Jesús: “no vayáis tras ellos”, no os fieis del que os evita la conversión, de los aduladores.
Pero ¿qué propone Jesús si hasta lo aparentemente más estable de esta tierra es inestable? Todos necesitamos apoyarnos en algo, en alguien, necesitamos certezas en la vida, ¿qué ofrece Jesús? Su palabra no se ve, no se toca, como la firmeza del templo que Salomón levantó en Jerusalén. Por eso advierte: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
¡Qué difícil es esto, Señor! ¡Qué difícil, como al que está aprendiendo a nadar, no echar mano al flotador en cuanto pierde pie! La tentación del arrogante será desconfiar, actuar de forma condescendiente, como el que está a salvo por sí mismo y no necesita nada más. La tentación del inseguro será fiarse de cualquier cosa, de lo que suene bien, de lo que esté de moda, ya tenga apariencia religiosa o pagana.
Jesús propone un camino espiritual en el que Él y su camino nos llevan de la mano. Nosotros necesitamos pasar por ese proceso en el que todo se nos viene abajo para reconocer nuestra verdadera fuerza, necesitamos hacer la experiencia de la debilidad para encontrar la consistencia divina, necesitamos de la duda para acoger, como un don, la fe.
¿Y por qué necesitamos que se derrumbe nuestra fortaleza para creer bien? Pues porque ese proceso de transformación es el propio del amor. Nosotros tendemos a buscar la comodidad, hasta límites insospechados.
Pero el proceso propio para aquellos que queremos ser discípulos de Jesús pasa por reconocer esa destrucción natural, lo que se nos cae, como parte de un camino de amor en el que tenemos que perseverar, en el que necesitamos la decisión voluntaria de seguir a Jesús fiados en su palabra, en el amor de su propia entrega hasta quedar sin nada, vacío de sí.
Por eso, la experiencia de la debilidad, del fracaso o de la muerte no tienen que alejar de Dios, al contrario, puede ser muy bien una pista para encontrar a Cristo, para que, quien en su autosuficiencia se ha considerado fuerte, capaz, valore que no es así, que nos podemos venir abajo como el templo de Salomón y necesitamos descubrir la fortaleza de Jesús. ¿Dónde ayudamos a encontrar a Dios, en el éxito, en la bonanza? Cuando uno se ve fuerte, joven, capaz, es más difícil: cuando uno ha errado, cuando ha sido débil, cuando no ha sabido afrontar algo… entonces Dios nos tiende una mano, su Palabra.
Hagamos el ejercicio cada mañana de rezar con la Palabra de Dios para recordar que todas las cosas que nos van a suceder cada día, hoy, mañana, van a pasar, pero la palabra del Señor permanece. La consistencia a nuestro día se la da la palabra del Señor, su promesa, el templo que ha construido en nosotros, no la casa en la que vivimos.
Vivimos peregrinando, hoy estamos en este mundo, mañana no estaremos. ¿Es la palabra del Señor mi seguridad diaria? Y si no, ¿cuáles son mis seguridades diarias o cuales intento que sean? ¿Refleja mi vida la certeza de la palabra de Dios, o qué ven de mí los demás?
Pidamos al Señor que los cristianos nos diferenciemos del mundo en lo que nos sustenta, que no elijamos por modas ni por conveniencias, sino por verdad y perseverancia, por la consistencia de la palabra de Jesús.

