Aunque la figura del pastor divino hoy no esté muy de moda ni resulte especialmente llamativa, para los primeros cristianos siempre fue una imagen fundamental, de lo más reconfortante para explicar lo nuclear de la fe, por eso siempre la liturgia la propone en el tiempo de Pascua. “Yo soy el Buen Pastor”, dice el Señor en el evangelio de hoy.
Para todo el antiguo Israel, en Oriente Medio, y en Grecia, el rey era el pastor de su pueblo, el jefe del pueblo debe tener la misma solicitud hacia los suyos que el pastor divino, debe conducirlos a Dios. El buen pastor no da a las ovejas lo que estas quieren, esta es una comprensión posmoderna de lo que es un pastor, el buen pastor las conduce a verdes praderas, guía al pueblo de Dios al Paraíso. El buen pastor ofrece la gracia de Dios para que la libertad del hombre siga a la gracia, para que la oveja obedezca a la voz del pastor, que la conoce, no para someter la gracia de Dios al capricho de los hombres.
Sin embargo, ¿cómo ha conseguido Cristo esa autoridad de buen pastor? ¿por qué su empeño en pastorearnos, a pesar de nuestra negativa? ¿de dónde saca esa capacidad para pastorear, para pedir a otros que vayan tras él, que le crean y, en el colmo de la osadía, que le obedezcan? “Yo doy mi vida por las ovejas”, dice. Está tan convencido del evangelio que hasta dio la vida por ello. Jesús ofrece una coherencia entre su vida y su muerte. La mejor forma de querer decir a otros lo que han de hacer, es evidente, pasa por un testimonio que se da con la propia vida, con el ejemplo.
Esa coherencia suya tiene una sorpresa en su interior. Dicho por Él mismo en el evangelio: “Tengo poder para entregarla… y tengo poder para recuperarla”. Jesús no sólo muere por su anuncio, resucita por ello: en Él no hay sólo coherencia, hay también verdad. Hay gente coherente en muchos lugares, buenos y malos. La coherencia, para merecer del todo la pena, ha de ponerse, como hace Jesús, en la verdad.
Por eso, Jesús es buen pastor no sólo porque no abandona a sus ovejas ante el pecado, el peligro o la muerte, sino porque, además, ofrece vida eterna. No es sólo que Jesús haya sido “la piedra desechada por los arquitectos”, sino que se ha convertido en piedra angular. Pastores hay muchos, pero buenos, que conduzcan a la verdad, está Jesús resucitado. Él nos conduce a la vida eterna pasando Él por la muerte. El pastor acepta ser víctima, se convierte en el chivo expiatorio que carga con nuestros pecados, y desde el silencio y la obediencia manifiesta la santidad de Dios.
Así, ha sublimado la antigua figura del pastor. Cristo ha cumplido verdaderamente el mito de Orfeo, no ha bajado a los infiernos a rescatar a Eurídice de la muerte, sino a toda la humanidad perdida por el pecado, no ha hecho una trampa para bajar vivo al Hades, ha entrado en la muerte entregando la propia vida por nosotros. Por eso, aunque pueda parecer piedra desechada, en realidad se ha manifestado como necesario.
Cada día necesitamos su salvación, su vida, cada día necesitamos ser pastoreados por Él. Los cristianos no mostramos que sea necesario un buen pastor si nos conformamos en nuestra vida de fe, si ya la hemos limitado, encajonado en ritos a nuestra manera. Entonces no somos pastoreados, somos oveja perdida y, lo que es peor, convencida de que no es así.
Pero dice san Ambrosio de Milán, en su comentario al Salmo 118: “Ven, Señor Jesús, ven a buscar a tu servidor, ven a buscar a tu oveja fatigada, ven pastor… Ven sin hacerte ayudar, sin hacerte anunciar; hace tiempo que espero tu venida. Sé que vendrás, pues “no he olvidado tu voluntad”. Ven sin vara, sólo con tu amor y tu espíritu de dulzura. No dudes en dejar en las montañas a tus noventa y nueve ovejas, pues las que están en las montañas no pueden ser atacadas por lobos rapaces… Ven a mí que soy acechado por los ataques de lobos peligrosos. Ven a mí, que, expulsado del Paraíso, soy probado por las mordeduras y el veneno de la serpiente y me he extraviado lejos del rebaño de arriba. Pues también a mí, tú me habías colocado allá arriba, pero los lobos de la noche me han alejado del redil… Llévame sobre tu cruz que es la salvación de los que están extraviados, que es el único reposo de los fatigados, la única en quien vivirán todos los que mueren”.
¿Me dejo pastorear? ¿Experimento la tentación de decirle a Dios que “ya”, que es suficiente? O me repito cada día, a cada propuesta de ser llevado, que yo ya sé, que yo ya tengo, que yo ya hago… eso es decirle, no a Dios, sino al mundo, a los que me ven, que no necesitamos pastor, sino esclavo, que no necesitamos a Dios, sino a quien nos obedezca.
Así, podemos creer que el cura bueno es el que me da lo que yo quiero, lo que entiendo que necesito, el que me sigue la propuesta; y no: el cura bueno es el que me contrasta, el que me ayuda a elegir a Jesucristo, a ir al cielo, a hacer su camino de obediencia.
La Iglesia necesita aprender un camino de obediencia y santidad, y sin esta elección, todo es superficial y caprichoso. Pidamos luz al Señor para ver cada día que necesitamos ser pastoreados por su gracia, no a nuestro gusto, sí hacia el Paraíso.