En el año 628, el emperador Heraclio de Bizancio devuelve la cruz de Cristo, que el rey sasánida Cosroes II había robado para los persas, a Jerusalén. No se le ocurrió forma mejor de devolverla a su lugar propio, que llevarla él mismo a sus espaldas hasta el monte Gólgota. Unía así penitencia y gloria, muerte y victoria. Venancio Fortunato cantaba así, un siglo antes: “¡Avanzan los estandartes del Rey, brilla el Misterio de la Cruz, por el cual la vida sufrió muerte y de la muerte engendró vida!”
Es tan fuerte su nuevo sentido que se ha convertido en un estandarte: ya no es algo que esconder, de lo que avergonzarse. Al contrario, es algo a ensalzar, a mostrar, a adorar. Sabemos que los cristianos en Jerusalén, en el siglo IV, ya cantaban el Viernes Santo: “Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo: venid a adorarlo”. ¿La cruz en mi vida es un estandarte o es algo a esconder?
Jesús decía en el evangelio el domingo pasado: “Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. Las lecturas de hoy nos hablan de que la cruz ha de ser levantada, visible, mostrada. Jesús decía que Él mismo tendría que ser levantado; sin duda que san Juan estaba pensando en el estandarte del que hablaba la primera lectura, Jesús es la serpiente de bronce que, en el estandarte de la cruz, cura, salva, a quien mira con fe semejante espectáculo. Le rezaba Teresa de Jesús: “Oh bandera, en cuyo amparo el más flaco será fuerte, oh vida de nuestra muerte, qué bien la has resucitado; al león has amansado, pues por ti perdió la vida: vos seáis la bienvenida”.
La cruz es misterio de abajamiento, Jesús “se humilló a sí mismo, obediente hasta la muerte”. Jesús hace de la cruz sello y garantía de su amor. La cruz en las casas, en las calles, en la iglesia, recuerda la victoria de ese amor: el verdadero amor siempre se abaja, nunca se envanece.
Cristo se ha hecho serpiente por amor, para proporcionarnos el antídoto a la muerte, a la mordedura de aquella primera serpiente, y se ha dejado clavar en un estandarte nuevo, que la Iglesia ensalza. El antídoto para cualquier debilidad, el contraveneno ante el daño que nos produce el pecado, brota de la cruz. Ella es la fuente de nuestra curación. No devuelve mal al mal, sino bien al mal, vida a la muerte. Y así, la humanidad perfecta de Jesús ha hecho que el miedo a la muerte, el rechazo al sufrimiento, fueran vencidos por un amor maduro, que le ha permitido salir al encuentro de todos los hombres ofreciéndonos una comunión preciosa.
En una sociedad como la nuestra, de humanidad débil, egoísta, que no hace propios los problemas del prójimo, sino que los critica o rehúye, Jesús tiene difícil germinar. Nuestro mundo es tan frágil, que rehúye la negación de uno mismo o el sacrificio, la entrega y la muerte, los disfraza como los niños bañan en kétchup las judías verdes o los tanatorios se visten de hoteles.
Decía san Cirilo de Jerusalén: “Todas las acciones de Cristo son una gloria de la Iglesia católica, pero la gloria de las glorias es la cruz”, e iba enumerando las acciones del Señor como admirables: la curación del ciego de nacimiento, la multiplicación de los panes, la liberación de los endemoniados… “sin embargo, la corona de la cruz iluminó a los que estaban ciegos por la ignorancia, libertó a cuantos estaban presos por el pecado y redimió a todo el mundo de los hombres…” ¿Cuáles son mis acciones de más gloria? ¿Consideramos la cruz como “la gloria de las glorias” de nuestra vida? ¿O lo son las cosas buenas? Es curioso, ¿verdad? Por encima de todo lo bueno que hacemos o deseamos, de lo que nos hace reír o alegra a los nuestros, por encima, está la cruz de Cristo y lo que nos une a ella. ¿Qué le pediremos antes que nos quite o que nos deje?
La cruz, entonces, depura nuestra humanidad, la prepara para la resurrección; sabemos que anuncia la vuelta del Señor. Venimos a misa y miramos la cruz porque el Señor volverá, queremos que vuelva; rezamos en misa hacia la cruz como signo que nos recuerda que el Señor volverá.
¿Hago de la cruz un estandarte? ¿Ven mis hijos, mis nietos, mis compañeros de trabajo, que me entrego en lo pequeño, que ayudo al que lo necesita, que no critico, que busco el bien, que me niego a mí mismo? Si no lo hacemos, la sal se vuelve sosa; el evangelio se vuelve costumbre; la pasión de Cristo se reduce a épica. Sólo la Iglesia nos recuerda el verdadero sentido de la cruz, la gloria de la cruz: ¿dejo que la Iglesia me purifique, que pula mi humanidad?
Así, ciertamente nuestra mirada hacia la cruz cambia, es estandarte, es confiada. La cruz no estorba, es necesaria. Examinemos nuestra mirada a la cruz, árbol de vida. Concluía Teresa de Jesús: “Vos fuisteis la libertad de nuestro gran cautiverio; por vos se reparó mi mal con tan costoso remedio, para con Dios fuiste medio de alegría conseguida. Cruz, descanso sabroso de mi vida, vos seáis la bienvenida”. Que también nosotros podamos rehuir la facilidad y decirle, mirándola con fe: “vos seáis la bienvenida”.

