Se cumplen cien años desde que el papa Pío XI promulgara, con una encíclica, la fiesta de Cristo Rey que hoy celebramos. Él mandó que se celebrara como una gran solemnidad este día con intención de que la Iglesia reflexionara acerca de la verdadera guía del mundo, azotado por la primera guerra mundial y la revolución rusa. Podemos imaginar al mundo, desconcertado por tan grandes golpes, afectado por tanta muerte y tanto daño, desorientado e infeliz, buscando una cabeza que pusiera orden a todo.
Así se acercaban los ancianos de Israel a David en Hebrón, tras la muerte de Saúl, tras guerras y decepciones, a pedirle que fuera su pastor: ¿quieres ser nuestro rey? Conocedores de las promesas, reconocieron al que podía enderezar el rumbo del pueblo de Dios y se confiaron a él.
“Hueso tuyo y carne tuya somos”, le dice hoy la Iglesia a Jesucristo: ¿Quieres ser nuestro rey? La Iglesia, como aquellos ancianos, contempla hoy el sufrimiento del mundo, deprimido por tantos males, y le pide que gobierne a su pueblo, que ejerza como la cabeza que el mundo ha perdido.
Cantábamos el domingo pasado en el salmo: “El Señor llega para regir a los pueblos con rectitud”. Llega para ser rey. Por eso, entre el domingo pasado, este y el próximo, la Iglesia cierra un círculo: una misma temática, el reinado de Cristo, su gobierno para el mundo en los principios del XX, del XXI y en la vida de cada uno de nosotros.
Pero Cristo ya ha aceptado ser nuestro rey, lo ha aceptado en su encarnación, al hacerse uno como nosotros, de iguales carne y sangre, y lo ha sellado en la cruz, donde lo encontramos en el evangelio: acepta ser nuestro rey y ofrecernos su reino como al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Lo mismo explicaba san Pablo: “nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención”.
Cristo se ha convertido en Rey del universo, explicaba Pío XI, por su abajamiento. No se vuelven reyes de verdad los que se postulan, los que medran, los que quieren dejar atrás a otros. El auténtico rey es el que lleva a los otros al Paraíso. Así, la fiesta de Cristo Rey es un ataque al individualismo que nos afecta desde el siglo pasado y se ha colado hasta en la familia y la Iglesia cuando uno decide que lo suyo lo primero, que sólo le importa lo suyo.
Cristo es Rey de un pueblo, de una asamblea de personas, cada una de su padre y de su madre, pero todas redimidas en la cruz y unidas de forma inseparable. Aceptar formar parte de ese reino se manifiesta en aceptar formar parte de la vida de la Iglesia como pueblo reunido, no como los pueblos de este mundo: “Vamos alegres a la casa del Señor”, eso es.
Esa alegría es significativa y concreta: aquí no venimos al patíbulo, aunque nuestro rostro, nuestra prisa, nuestro deseo de hacernos invisibles, puedan decir algo así. Si la gente nos viera venir a misa cada domingo felices, sonrientes, arreglados, pronto, emocionados, y nos viera salir de misa vigilantes, satisfechos, ansiosos por hacer el bien, multitudes pensarían que, ciertamente, aquí se nos ha regalado el Paraíso.
¿Cuál es nuestro pasaporte en este reino? La cruz es el documento, la llave que nos abre la puerta, que nos identifica como ciudadanos del Paraíso, súbditos del Rey del Universo. El Reino de Dios es todo lo contrario del tiránico buenismo que domina en el mundo, es una forma de vida entregada, reconocible. El buenismo y la santidad no casan, uno rechaza la cruz como algo relativo, vale o no, podría evitarse, pero la otra la adora, la necesita. El relativismo considera bueno y justo lo que yo quiero, malo y fuera de ley lo que me viene mal, pero la cruz niega que todo vale, que todo está bien, que todo se puede justificar, que todo depende; la cruz es el signo de que hay una forma de vivir que conduce a Dios.
Dice Efrén de Nísibe: “Extiende tus brazos hacia la cruz, para que el Señor crucificado extienda sus brazos hacia ti; pues el que no extiende la mano hacia la cruz no puede acercarse a su mesa”. ¿Vivo como ciudadano del reino? ¿Cómo vivo en la Iglesia y en el mundo?
Esa forma de vida es el mejor testimonio que podemos dar, el más verídico. Advierte san Agustín que “algunos no lo reconocieron cuando hacía milagros y él lo reconoció cuando estaba en la cruz”. En las cosas más excepcionales que hizo Jesús muchos lo tomaron por un farsante o un endemoniado. Y sin embargo, en su mayor debilidad, cuando estaba en la cruz, allí cree el ladrón.
Así se reconoce y se vive en el Reino de Dios. No es un reino político, ideológico, es un reino que se manifiesta en la vida. ¿Qué buscamos nosotros para creer, lo grande o lo pequeño? ¿Mi testimonio es en el trono de la cruz o en el trono del poder?
“Venga tu reino”, rezamos a diario. Y viene: basta ver dónde ejerce y cómo su reinado y dónde le dejamos que sea reconocible para el mundo que no sabe que tiene un Rey tan bueno que no da nada pasajero, sino el cielo eterno.

