El 25 de diciembre del año 164 antes de Cristo, el pueblo de Israel concluía las fiestas de consagración del templo de Jerusalén, que había sido profanado por la invasión griega. Durante ocho días, el pueblo que había recuperado el lugar más santo, se dedicó a consagrarlo encendiendo luces, pues la luz es símbolo de la pureza, de la divinidad.
La luz consagraba el templo para que volviera a estar dedicado, no a las cosas de los hombres, sino a las cosas de Dios. Y así, aquello que parecía un rito sin más, en realidad estaba recuperando una comunión con Dios, una posibilidad de que los hombres, reunidos en oración, pudieran dar culto a Dios.
La fiesta judía de Hanukkah es uno de los precedentes que nos ayudan a entender lo que ha sucedido en Navidad: “El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo”. Este mundo es un lugar de luz porque ha venido la luz verdadera. Es un lugar de encuentro con Dios, y cuando venimos a la iglesia no hay ritos vacíos, supersticiones, sino verdadera religión, comunión con Dios.
Pero hoy no hay pastores en el portal, ni ángeles ni animales, eso era anoche. Hoy lo que hacemos es reflexionar sobre aquello: el que nació de la Virgen María es la luz verdadera que alumbra a todo hombre viniendo al mundo. El que nació trae luz para consagrar el mundo a Dios, para que le demos a Dios lo que es de Dios.
Así nos salvamos, así nuestra vida es restaurada, merece la pena, nos vayan las cosas mejor o peor, estemos alegres o nostálgicos, contentos o tristes: la luz del mundo viene para que nuestra vida sea iluminada, como aquel templo, después de tanto tiempo y de tantas vueltas como damos a las cosas que queremos para nosotros.
La Navidad nos recuerda: no, tú eres para Dios, has recibido la luz verdadera para ser consagrado para Dios. No para ti. Dios no viene a decirte que todo lo haces bien y que serás feliz haciendo lo que quieras, viene a iluminarte para que descubras que eres para Dios. Es decir, el nacimiento del Señor viene a mostrar el sentido de lo creado. Jesús no viene a competir con la creación, viene a ofrecer el sentido a todo y a todos. Mi sentido no me lo doy yo, ni lo que yo hago, ni el éxito de mis acciones, mi sentido me lo da el que me ha creado.
El Verbo, que decía san Juan, sabemos que se puede traducir así, como el Logos, la lógica, el sentido. La natividad de Jesús no es un cuento de Walt Disney, es historia, es “la plenitud de los tiempos”, porque la luz verdadera nos dice qué hacemos aquí, qué tenemos que buscar, qué tenemos que hacer, para qué vale nuestra vida, en nuestras circunstancias particulares. Por eso, a “cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”.
Paradójicamente, dice Juan, “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Tengamos cuidado entonces, no intentemos reducir el misterio a fábula, el encuentro a superstición, la fe a costumbre familiar. ¿Cómo sé que estoy recibiendo a Jesús? ¿Intento reducirlo o me dejo iluminar?
Tenemos la tentación de hacer de la religión un manejo, de convertirla en una tradición que me gusta. Navidad es un ejemplo paradigmático de esto. ¿Acaso pensamos que la Navidad son todas las cosas que preparamos, que hemos organizado para estos días, nuestras luces, lazos, detalles, creaciones? ¿La Navidad es la suma de todos mis biorritmos de invierno, de mis tradiciones familiares, de mis comunicaciones en redes sociales? La Navidad es de Dios, la hace Dios. Necesitamos una perspectiva larga para entender la Navidad: las lecturas nos dicen algo extraño, que “los confines de la tierra verán la salvación de Dios”. Todo nuestro mundo, toda nuestra vida, todo lo que hacemos, pensamos, deseamos, está llamado a conocer la salvación de Dios, a verla.
La Navidad viene a curar nuestra vista, que se obceca en lo inmediato; nos anima a descubrir lo lejos que nos quiere llevar Dios, lo largo, lo profundo. Si perdemos la lejanía de lo creado, sólo nos quedan los deseos. Y cuando sólo tenemos deseos ya no tenemos esperanza. Dios se hace cercano para enseñarnos lo verdaderamente valioso y profundo, para vencer lo superficial, la comodidad, lo vano, y pasar del deseo a la esperanza.
Pero sólo llegamos a los confines de la tierra, de lo creado, si aceptamos cómo se acerca el Dios encarnado. Sólo avanzamos hacia lo eterno si mirando al Niño creemos de verdad que Él es el eterno. ¿En qué cosas, en qué deseos mundanos me atasco?
La Iglesia ha comenzado hoy un año jubilar para recordarnos que la salvación viene de Dios, que no me la fabrico yo, pero que la necesito. Que Jesucristo se hizo hombre para darnos unos confines que nos superan: el perdón y la paz. ¿A quién debería pedir perdón? ¿Con quién no estoy en paz? ¿De quién he dicho mal?
Pidamos al Señor que nos conceda ser grandes de corazón para poder ofrecer la alegría y el consuelo que Dios nos trae a todos, con larga mirada. La luz de Dios amplía nuestros confines, que Jesús ablande nuestro corazón para querer sus confines más que los nuestros.